Me cansa el andar hablando al respecto, andar platicando de lo que le pasó a fulano o perengano. Sí, les voy a contar su historia, lo emocionante que fue su paso por este mundo. Cada que me invento una historia es una nueva vida la que se crea, con familia, sueños y miedos. Pero de una vez se los advierto: el tipo se muere, al final va a morir y será algo trágico, injusto e infame. Así que ni se vayan a encariñar con José Luis, diré que se llama así, porque al final tendrá una cruel muerte. Dejará hijos sin un padre y a una viuda, de una vez se los advierto, ya saben a lo que se atienen.
Bueno, pues ahí les va:
Hace algún tiempo en un lugar no muy alejado de donde hoy nos encontramos.....no, no, no. Así no va a resultar, déjenme comenzar de nuevo.
Hace unos cuantos años lo conocí personalmente, después de mucho tiempo de conocerlo de vista. Desde la juventud había escuchado de él, ya era una leyenda en la colonia. Fuimos a la misma escuela, sólo que él iba un par de cursos más arriba que yo. Qué digo un par, bastantes cursos más arriba que yo. Habrán sido uno o dos años los que estuvimos juntos en el plantel, de ahí él terminó. Era buena persona, a diferencia de todos esos malandrines que se aprovechan de los menores, él nunca fue abusivo. Recuerdo que él era uno de los mayores a los que no había que temerles. Eso fue en la escuela.
Después de esos tiempos en común que los niños de una misma colonia comparten, con la adolescencia todo el círculo se empieza a fragmentar, uno se deja de llevar con ciertas personas para empezar a convivir con otras. Uno deja de ser el gordito del grupo para volverse un buen jugador de basquetbol o al revés, de ser el niño más atlético de la escuela a uno con diecisiete años se le empieza a botar la panza, todo esto influenciado por el consumo vespertino de cerveza.
Mi círculo de amistades se me hizo de un momento a otro demasiado angosto. Seguía siendo el mismo de antes, pero me parecía ya demasiado monótono, de ahí que empezara a buscar otras amistades. Para ese tiempo José Luis ya tenía una muy buena reputación, era uno de los que sin tener que amenazar se ganaba respeto. Ya tenía una buena idea de lo que era administrar dinero y manejarlo de tal forma para que éste se multiplicara. Por lo tanto, con el tiempo también había tenido que aprender a diferenciar a los amigos de los amigos. Perdón, quise decir a los amigos de los 'amigos'...
No, lo siento, así no va a resultar, me estoy desviando demasiado. ¿Qué tanto interesa lo de la infancia y cómo me haya ido supuestamente a mí en la escuela? Son muchos rodeos, pero bueno, en fin, continuaré:
La ceniza del cigarro iluminaba su boca y nariz, delante de esas persianas cerradas estaba sentado en un sillón viejo de madera que rechinaba a cada movimiento que él hacía. Sólo lograba identificar su silueta, su sombrero puesto y la gabardina colgada sobre el perchero. La luz del pasillo entraba por la ventana de la puerta y aventaba una sombra -“oñiverT siuL ésoJ PI”- sobre el muro repleto de recortes de periódico. Su escritorio lleno de carpetas, sobres y papeles y justo delante de él un cenicero de jade serpentino.
– ¿Qué quiere? – preguntó exhalando el humo de su delicado.
– Nada en especial señor, simplemente necesito de su ayuda.
Después de oír esto se soltó a reír, su risa era sonora y ronca, como su voz, la voz de un fumador que con ayuda del tabaco se hace cada vez más hosca. Se levantó, fue a un archivero, se le vio la espalda únicamente. Pantalones de vestir, camisa blanca con rayas azules, tirantes grises. Abrió un cajón y sacó una botella de scotch.
– ¿Sabe usted cuantos mequetrefes piden mi ayuda? – dijo mientras se servía en un vaso. – A mí los clientes me sobran, usted no se ve que tenga mucho dinero. ¿Cuánto me pagaría? Poco, eso lo puedo ver desde aquí. – bebió sonriendo burlonamente. – Pero bueno, le daré una oportunidad, dígame ¿por qué habría de ayudarle yo –señalándose– a usted? – con un movimiento de cabeza despectivo en dirección de su interlocutor.
– Verá usted señor Treviño.
– Don José Luis Treviño por favor.
– Don José Luis Treviño, yo a usted lo conozco desde joven, por lo menos de vista. Usted y yo venimos del mismo barrio.
– ¿Usted también creció en hell's kitchen?
– Así es don José Luis.
Después de escuchar esto último José Luis Treviño sacó un revolver del cajón de su escritorio.
– Pues eso está muy mal – dijo exhalando humo y antes de darle un trago a su whisky – porque sabrá usted –remojándose los labios con la lengua – yo no dejé ningún amigo, no dejé nada ni nadie en ese maldito barrio.– martilló el arma y con toda la sangre fría le apuntó a su interlocutor...
No, no, no. Así no se suponía que tenía que comportarse el José Luis. Perdón, les pido una disculpa. Aparte si resulta que es nativo de Nueva York, ¿cómo va a estar fumando delicados? No sé qué me pasa hoy, no ando fino. A ver, me voy a concentrar, un último intento:
Al entrar a su casa ya tenía una corazonada de que algo andaba mal, el trabajo, su hogar, su vida marital cada vez lo marchitaban más. En él había una voz que le gritaba “¡Sálvate!”, “¡Por el amor de Dios vuelve a ser feliz!” Sin embargo en él seguía ardiendo esa fogosa pasión por María Fernanda, su esposa, su amor universitario. Dicen que el verdadero amor no es para disfrutarse, es para sufrir, y esto era el caso en el romántico de José Luis. José Luis y María Fernanda vivían maravillosas treguas de apasionada entrega carnal y de amor enardecido en medio de coléricas batallas de celos y ofensas infames. Sin embargo, hacía tiempo ya que se había presentado la última de esas hermosas treguas. Ese día regresando a casa entró súbitamente a la sala de estar, únicamente para encontrar a su vecino Reinaldo encima de María Fernanda, mientras ella lo aprisionaba a sus caderas con sus bronceados y tersos muslos. José Luis dejó caer el delicado de entre sus dedos y salió a la cochera decidido a, de una vez por todas, quitarse la vida....
No puede ser. ¡Qué vergüenza! Es muy muy vergonzoso, no, esto es algo inaceptable, disculpen ustedes, quería contarles una historia y resulta ser algo patético. Diré que el tal José Luis, que al parecer llevaba varias vidas, se fue de la cochera decidido a empezar una nueva vida en una ciudad de talla mundial, ustedes decídanse por una, me da igual, se divorció de María Fernanda y no le dió ni un quinto.
Ah, es verdad, había dicho que al final de la historia moría, pues sí, diré que aunque murió a los 76 años de una insuficiencia cardiaca, esa tarde al irse de su casa su corazón ya estaba muerto.
¡Qué cursi, me van a dar náuseas! Pero creo que acabé la maldita historia. Una vez más, disculpen ustedes esta deficiente narración, hoy no sé que me pasa.