28.7.10

Fábula de la selva

El león, el elefante y el águila se juntaron a discutir el destino de ese extraño ser. Había aparecido en la selva días atrás en un canasto, cubierto por una manta, abandonado por su madre. La cigüeña se había encargado de él hasta ese entonces. “Oigan yo no puedo andarlo cuidando por siempre, yo tengo que empollar a mis propias crías, mi marido y yo hemos estado deseando polluelos desde principios de la primavera, hemos trabajado arduamente para construirnos nuestro nido de amor y no vamos a dejar que nuestro sueño se vea truncado porque ustedes me traen de nana de esta criatura. A ver cómo le hacen pero para la próxima semana ya no la quiero tener en mi nido,” había dicho la cigüeña muy molesta.
El león, el rey de la selva por tradición, aunque en ocasiones fuera algo flojo, era el cabecilla del consejo de sabios y su principal virtud era la valentía.
El elefante, era el viejo y el escribano del grupo, nada se le olvidaba. Por eso mismo se llevaba con el león más por obligación que por gusto: no se le olvidaba que la familia del león le había matado a un sobrino en segundo grado cuando éste aun era un tiernito bebé de únicamente trescientos kilos.
El águila, por último, era el viajero, el que sabía cuales eran los principales desarrollos en el resto del mundo, por ejemplo él fue el que informó al consejo de cuando las estampidas se pusieron de moda en la sabana y de las repercusiones negativas de este trend. El águila, aparte de todo esto, era alguien muy observador y para cuando, tiempo después, el consejo optó por el totalitarismo, él y su familia fueron los encargados de vigilar a los habitantes y en dado caso de informar a los leones para que estos llevaran a cabo la represión.

“Bueno señores, ¿qué vamos a hacer?” dijo el león en cuanto se juntaron los tres en el peñasco de las decisiones. Siempre que esto sucedía la vida en la selva se paralizaba y todos los habitantes se quedaban expectantes ante las repercusiones que tendrían las decisiones ahí tomadas.
“Tenemos que buscarle un nuevo hogar, o en dado caso expulsarlo de la selva.” dijo el águila.
“No podemos expulsarlo de la selva es apenas un bebé” exclamó el elefante.
“El elefante tiene razón,” dijo el león. “Águila, en tus tantos viajes ¿no has visto nunca una criatura semejante?”
“No,” contestó el águila “es una criatura muy pequeña y me parece que se sabe esconder muy bien. A lo largo de mis muchos viajes no he visto nunca algo semejante.”
“Elefante” continuó el león, “¿recuerdas alguna criatura similar por estos lares? ¿O recuerdas si alguien de tu familia ha contado de una criatura así alguna vez?”
“No, no lo recuerdo. Y he de decir que me parece una criatura algo vanidosa, se pasa el tiempo tomando el sol.”
“Sí, eso también lo he observado,” secundó el águila.

Así, siguieron y siguieron hablando durante horas de lo extraña que era esa criatura y llegaron a la decisión de encargarse ellos de su educación y cuidado, lo cual alegró mucho a la cigüeña.
Dentro de los planes del consejo llegaron a la decisión de que cada uno cuidaría un día al extraño infante, y así se irían turnando.
El primero en encargarse de él fue el león. Lo llevó con su harem y se lo encargó a las mujeres mientras él se echaba a la sombra de un árbol. “Hay que enseñarle a cazar” decían las leonas. “Que cazar ni que nada,” dijo la mayor, que era madre o abuela de la gran mayoría de féminas ahí presentes, “mírenle, revísenle la dentadura y se darán cuenta que ni dientes tiene. ¿Cómo lo quieren enseñar a cazar si ni tiene colmillos?” De tanta pena que le daba la pobre criatura, la matriarca la comenzó a lamer, diciéndose para si '¿Qué ha de ser de una criatura que no puede cazar, que ni siquiera tiene dientes para comer? Pobre, está destinada a morir de hambre.'

Al día siguiente fue el águila, la encargada de cuidar al extraño infante. Una vez que había llevado al bebé con sumo cuidado entre sus garras hasta el risco dónde vivía, el águila observó durante mucho tiempo a ese extraño infante, ladeando la cabeza hacia los costados en señal de incomprensión. 'No tiene alas, no tiene plumas, no puede volar. Pobrecito, no puede escapar de los peligros.'
El águila aleteó un par de ocasiones para ver si la criatura la imitaba y quizá revelaba un hermoso par de alas escondidas por algún lugar de su extraña anatomía. Pero eso no sucedió. En lugar de eso el águila perdió de vista por un momento al bebé extraño. '¡No puede ser!' se dijo a si misma, 'no es posible que yo, el águila, pierda de vista a un simple infante, y aparte de todo ¡en mi propia casa!' Sin embargo unos momentos después lo vio reaparecer detrás de unos arbustos. El águila no supo que más hacer y regurgitó algo de comida para la exótica cría.

Al tercer día el elefante llegó con su familia llevando al extraño ser en la trompa. Inmediatamente se hizo una multitud alrededor de él, todos querían ver a ese ser tan extraño del que toda la selva hablaba. “¿Dónde está?” le preguntaban. “Aquí, lo traigo envuelto en la trompa.” Levantó la trompa para que toda la familia lo pudiera ver y fue una sorpresa para todos ver un pequeño ser de color gris. “¡Es gris como nosotros! ¡Es uno de nosotros!” exclamaron. “No lo comprendo,” dijo el elefante “cuando lo recogí era de color verde.” Al momento en que todo esto sucedía un mosquito curioso volaba cerca de la criatura exótica y esta de forma instintiva disparó su lengua para atraparlo y comérselo. “¡Tiene trompa! ¡Es uno de nosotros!” exclamaron los familiares del elefante, “pero está muy desnutrido y medio bizco”, dijeron.

La familia del elefante insistió en adoptar a esa criatura. Durante un tiempo le intentaron enseñar a buscar agua, a alcanzar las ramas mas frescas de los árboles y, lo que fue de lo más gracioso, a barritar.
Pero después de perder la paciencia por tantas veces que se desaparecía y por no poderse explicar por qué el infante insistía en comer insectos por más que lo regañaran, terminaron por aceptar que no era un elefante común y corriente. Aceptaron que era un ser hasta ese entonces desconocido para ellos. Y que a diferencia de ellos y de todas las otras especies de la selva, tenía una forma distinta de ser y de vivir.
Era un camaleón.

18.7.10

Padre e hijo

El sudor empapa, las gotas resbalan por la frente, arden al entrar a los ojos. La brisa ha dejado de soplar desde hace rato ya. No ha vuelto a pasar ninguna camioneta. El sol tatema la coronilla. Y eso que me cubrí la cabeza con la camiseta. Los hombros queman, arden, yo creo que es tanto por el sol como por el andar cargando. La botella ya no tiene agua, sigo caminando por este camino pedregoso, tengo las fosas de la nariz llenas de tierra. El costal con las mazorcas pesa infinidades. Salí desde temprano, un paisano me dejó al borde del camino, donde me adentré a la parcela. Después de recoger la cosecha salí de nuevo. Y justo vi como se iba una camioneta delante mío. No me quedó de otra más que seguir este camino de tierra aquí en la sierra.

“En la sierra se sufre” me dijo alguna vez mi padre. El sol curte la piel, ciega los ojos y el cargar costales lo pone a uno corrioso. Pero también cansa. Ando cansado.
A unos kilómetros de aquí se acaba de morir algo o alguien. Los zopilotes ya andaban volando en círculos desde hacía rato, desde que llegué a recoger la cosecha. Ahora ya no los veo, de seguro ya bajaron a comer. ¿Y tú hijo? ¿cómo andarás? Hace meses que tu madre y yo no sabemos nada de ti. Desde que cambiaste la sierra para irte a cruzar el desierto. Espero hayas llegado al norte con bien.

Sería bueno que te comunicaras, tú madre y yo seguimos aquí, esperándote, vendiendo maíz... trabajando la tierra.

9.7.10

Ya no sé qué hacer

– Ya no sé qué hacer. – dijo, mientras con un encendedor destapaba la última cerveza que le quedaba. –A donde quiera que vaya se me aparece ésta. – Le dio un trago, sorbiendo la espuma que empezaba a desbordarse.
– Pero entonces ¿qué vas a hacer?
– Oh, ¿qué no oíste que no se qué hacer? ¿Ya estás borracho?
– Pues sí, si ya está amaneciendo y empezamos a chupar a las cuatro de la tarde. Aparte, sólo así aguanto todos tus monólogos cabrón. Voy a buscarme otra cheve. – Su compañero de juerga se levantó y fue tambaleándose a la cocina a sacar una cerveza más del refrigerador.
“Ya no sé qué hacer”, este era el pensamiento intoxicado que lo invadía. Y como todo pensamiento intoxicado era terco, agresivo, de una aparente importancia vital, pero del que uno termina no recordando su origen.
– Ya no sé qué hacer.
– ¿De qué madres hablas? – el sol inundaba la habitación, no había más que un viejo olor a cerveza en ella. El compañero de juerga estaba parado frente a él en camiseta y calzoncillos. – ¿Sigues diciendo eso? Ayer antes de dormir no decías otra cosa aparte de eso... y ahora todavía ni te despiertas del todo y sigues diciendo lo mismo. Sigues bien pedo, ¿verdad? Creo que ayer se nos pasó la mano. – La mirada divertida del compañero de juerga, combinada con el desplante en el rostro de una intoxicación alcohólica.
– Siempre se me atraviesa ésta – dijo con suma tristeza. El compañero de juerga sin ánimo alguno de escuchar las historias de borrachera durante la cruda, abandonó la habitación – Duérmete otra vez, voy a desayunar algo.
¿Qué es lo que quería decir? ¿a qué se refería? ¿cómo había llegado a ese pensamiento? De nuevo se quedó dormido. La juerga y las cervezas eran demasiado. Le parecía que únicamente en eso se le iba la vida.
– ¿Qué onda? ¿te quedaste dormido? – le dijo el compañero de juerga – ¿Pues, las primeras chelas?
– Siempre se me aparece ésta. – El sol se estaba metiendo, en la habitación sonaba la música y había botanas en la mesa, al lado del escritorio una caja de cervezas.
– Ya no te entiendo cabrón. Me cae que ya no te entiendo. Así vas a espantar a las viejas que vengan a la peda.
– Es que siempre se me aparece ésta – dijo mientras empezaba a llorar de la desesperación.
– ¿Quién?
– Ésta – mientras señalaba la botella de cerveza.
– ¡No mames! ¿te persigue o que onda?
– Sí. Cada vez que abro los ojos la veo, la tengo en la mano, la estoy tomando o ya siento sus efectos.
– Pinche exagerado. Cómo te gusta hacerle al teatro.
Cerró los ojos un momento, intentó relajarse, respirar profundo, pero notó como empezaba a salivar en exceso. La saliva tenía ese característico sabor dulzón. Abrió los ojos y estaba hincado frente al retrete, con la visión turbia, vomitó.
– Ya no sé qué hacer... – murmuró para si mismo. Cerró los ojos para que no se le salieran las lágrimas, y al abrirlos se asomaba ya el sol, y de nuevo estaba crudo.