3.5.13

La botellita





Abrió el gabinete del baño. Todos los frascos escondidos detrás del espejo lo recibieron con un orden estoico. La botellita que buscaba estaba escondida detrás de todos los medicamentos. Pastillas contra la tos, jarabe contra las agruras, aspirinas por eso de que reduce el riesgo de infartos, desodorantes que ya desde hace tiempo dejaron de producir, espuma y una navaja de barbero, de esas con las que uno se puede cortar la yugular si se anda distraído. Atrás, muy atrás, al otro extremo del gabinete, una caja de condones.

La botellita, como él le dice, tiene todavía un cuarto de su contenido. De aquél líquido amarillento que se puede encender rápidamente. El líquido que uno no debería untarse en la piel después de rasurarse. 
“Mi botellita” dice con cariño. Y es que esa botellita se la regaló su botellita. Así le decía a su querida mujer. De joven cachondo la apodó la botella de coca cola, poco antes de que comenzara a cortejarla. En algún momento ese apodo salió a la luz y ella, para ese entonces simplemente la botellita, se dio cuenta que aquel joven apuesto que la había conquistado no era únicamente un caballero serio, bien educado y decente. También era un chamacón lleno de picardía, con una urgencia latente de cometer travesuras a sus veintisiete años. Y él habría de darse cuenta con el tiempo que ella era igual o peor. Con el tiempo la figura de la botellita se ensanchó, de forma que comenzó  con el tiempo a parecer más jarrón que botella. Sin embargo el apodo siguió siendo actual para él, y no tenía que ver con la figura de su amada que, después de varios hijos, ya no era la misma que en los tiempos añejos. Encontraba en ella una frescura que lo hidrataba y mantenía vivo, la botellita tenía un elixir vitalizante que él le robaba a besos. Pero, como es la vida, tanto va el jarrón al pozo que acaba por romperse. La botellita se marchó demasiado pronto y con ella murió el chamaco pícaro de sesenta años.  
La botellita, es decir el frasco, fue a parar al gabinete del que ahora fue sacado. Con el tiempo fue siendo replegada hasta llegar al fondo de aquel mueble. Las medicinas eran lo que más necesitaba y usaba. Fue el tiempo cuando empezaron los dolores de todo tipo, cuando no había ningún brillo en sus ojos. Cuando los niños que se aparecían frente a su casa eran corridos a gritos. Hasta su casa sufrió, cada vez más gris y fría. Poco a poco se iba muriendo por dentro. ¿Alegrías? ¿cuáles? Ninguna. Nada agradable, nada de valor, nada por qué luchar. En su vida no había nada qué disfrutar. El elixir se lo habían robado. Alguna vez, gracias a la terquedad de sus amigos, intento conocer una nueva muchacha. Pero en su interior había algo encerrado. Como si a esa pasión desenfrenada que todos llevamos dentro, la hubieran encadenado y le hubiesen roto la voluntad cual bestia salvaje en el circo. No se pudo animar a conquistar, ni siquiera a cortejar a aquellas mujeres que se cruzaron por su camino. Acabó yendo de putas, una que otra vez. En contadas ocasiones. De eso ya hace mucho tiempo.
La caja de condones acabó de igual forma al fondo del gabinete. No se supo más de ella por unos tres años. Sus amigos dejaron de intentar persuadirlo. Había algo en él que simplemente no lo dejaba soltar el pasado y mirar hacia adelante. De por si nadie le pedía soltar el pasado, los recuerdos de la botellita. Simplemente querían lograr que de nuevo mirara con algo de fe y, sí, por qué no decirlo, con alegría hacia adelante. Que mirara con algo de esperanza hacia el futuro, ese futuro que con cada año se le iba reduciendo más por la edad, pero futuro al fin.

Ya se rasuró, se vistió. Está frente al espejo, la camisa planchada casi a la perfección, nunca aprendió a planchar las mangas como su botellita, Dios la tenga en su gloria, pero hizo un trabajo excelente, está orgulloso. Destapa la botellita, su olfato percibe inmediatamente el aroma añejo, se unta un poco del líquido en el cuello y en la camisa. Cierra la puerta del gabinete, toma el saco y sale por el umbral de la puerta de su departamento. Adentro, mientras cierra con llave, sobre la mesa de noche se encuentra ahora la caja de preservativos. Baja las escaleras del edificio, se encaminará a la cantina donde se suele encontrar con sus amigos, ahí donde sus amigos, (él no, él sería incapaz) han hecho del coquetear con las meseras todo un deporte. Hoy por primera vez, él le hará un cumplido a una de ellas. Con eso despertará las sospechas de sus compañeros de vejez.
– Oye ¿te pusiste loción Ignacio? –
– Ni que estuvieras tan guapo cabrón –
– No, de verdad huele a loción, no te hagas Ignacio. –
–Bueno pues si, es que ya no aguanto el olor a viejo que traen ustedes siempre. ¡Huelen rancio muchachos! –  
Lo sabrán, habrá vuelto aquel chamaco pícaro que está dispuesto a cabulear a diestra y siniestra. Apenas después notarán también la elegante camisa que trae puesta.
– ¿Con quién te vas a ver? ¿por qué tan elegante? –
– Con tu señora – 
– ¡Ah mira qué cabrón el Ignacio! – A diferencia de otras ocasiones Ignacio únicamente tomará una cerveza, y un tequilita añejo. De ese nadie se salva, es una tradición de aquellos hombres de la vieja guardia, mínimo un tequila por noche.
Una hora después Ignacio se levantará y se marchará:
– Se la lavan cabrones. –
– ¿Qué pasó? ¿Para dónde? –
– No sean metiches cabrones, ¿qué no ven que tengo una cita? Se cuidan señores.– Saldrá de la cantina silbando un bolero, aquél de obsesión.

Los señores se verán unos a otros absortos, con una mezcla de sorpresa y alegría. No dirán nada. En amistades que duran tanto tiempo las palabras salen sobrando, todos pensarán lo mismo: “Ha vuelto, el pinche Ignacio está de vuelta.” Da igual que tan marchito aparente algo o alguien estar. Puede que se vea muerto por fuera, pero basta con que se le inyecte algo de vida, algo revitalizante, para que eso que parecía perdido vuelva a retomar color, a rejuvenecer, a sentirse vivo.

– ¡Palomita, chula, tráenos otros tequilitas y déjanos la botella! ¡que hoy estamos de fiesta chingao!