Cuando llegó su momento me suplicó que la soltara, me dijo sollozando que no había tenido otra opción, que la entendiera. El bigotón violador había vertido ya su última risa déspota. Y había empezado a verter su sangre sobre su tierra, el señor terrateniente. La misma tierra que ya había sido regada por la sangre de mis antepasados.
Me había servido de mucho el haberme ido a la ciudad a trabajar para los mismos a los que atendía mi madre. Me encargué de cargar costales, costales con mercancías que no conocía y tampoco habría de probar. Mi cuerpo ñango embarneció y los costales fueron perdiendo su dificultad conforme pasaron los días. El palacio en el que cocinaba mi madre había sido construido con las ganancias de aquellos costales. Costales que eran comprados a precios paupérrimos y vendidos a más del doble.
Don Rufino era el patrón, el encargado de la tienda. Un señor más que viejo, parecía eterno. Viejo pero lúcido, siempre estaba al tanto de los productos que estaban guardados en la bodega. Cuando había que hacerlo mencionaba el origen de los productos con tal de convencer a los compradores, o con tal de espantarlos: “Señora con todo respeto, no creo que le alcance, esa tetera es de porcelana francesa, llegó la semana pasada del puerto”; “Nos acaba de llegar nopal fresquecito del rumbo de la Milpa Alta, ¿cuánto va a querer?”; “A ver chamaco ¡muévete holgazán, ayúdale a la señora!”
No era mala persona. Me gritaba y me pegaba en algunas ocasiones, pero nunca me dejó sin comer. El dolor físico en algún momento deja de amenazar. ¿Alguna vez te pegó tu padre? Hoy en día le pegan los padres a los hijos, en mis tiempos todos le pegaban a los hijos de los pobres. Recuerdo en alguna ocasión que el capataz golpeó a mi padre delante mío y de mi madre. ¿Bonito recuerdo, no? Los golpes bien que duelen, duelen bastante, pero duele más ver que maltraten a los tuyos. Y lo que más duele es el hambre. Si alguien te dice que te va a dar de comer, siempre y cuando te pegue hasta que sangres, lo aceptarás si es la única forma de conseguir alimento. ¿Crees tú que no? Eso es porque eres una criatura comodina que nunca ha conocido el hambre. Los golpes los puedes suavizar, las heridas las puedes lavar, untar, lamer, vaya te puedes hasta revolcar en el lodo para refrescarlas, ¿pero el hambre? ¿Qué puedes hacer con el dolor que te viene desde dentro, con el estómago que se digiere a sí mismo? Nada, porque ni llorar ayuda.
Por eso digo, don Rufino no era mala persona, siempre me dio de comer, con él no pasé hambre. Los golpes fueron como los costales, cada vez me parecieron más ligeros. Y es que como decía él: “los criados son como los perros, primero hay que educarlos a cuerazos, después nada más vean el cuero y van a hacer lo que uno les mande.” Así fue como me educó los primeros meses, después yo ya sabía qué hacer, cómo y cuándo. Por suerte mi madre había demostrado ser una buena criada y los patrones con el tiempo se convencieron de que eso lo traíamos ya en la sangre, porque empezaron a decir lo mismo de mí. Don Rufino me comenzó a llevar en sus viajes que tenía que hacer para llevar o recoger mercancía, lo que quiere decir que ya no andaba tan encuerado como antes únicamente con pantalón y huaraches. De mi “paga” me compraron una camisa de manta y un sombrero de paja. Así, ya vestido como persona y no como bestia, fue que empecé a acompañar a don Rufino. Un buen día de esos que teníamos que hacer diligencias, tuvimos que salir de la ciudad. Cual fue mi sorpresa cuando me di cuenta que nos dirigíamos a la hacienda donde había crecido. Inmediatamente revivió el fuego que se había apaciguado en los últimos meses. Lo que había sentido aquella noche en vela mirando a través de la ventana se había empolvado ya, apaciguado, como si los cuerazos de don Rufino también hubieran amansado mi odio y mi sed de venganza. El polvo que levantaba la carreta conforme nos acercábamos sabía igual al polvo que había levantado el caballo del terrateniente. Y más que miedo, tuve esperanza, esperanza de que mi indiecita se alegrara de verme, esperanza de que me pidiera ayuda, que la sacara de ahí y que me la llevara a la ciudad conmigo. Sí, hasta don Rufino notó mi cambio: “¿Y ahora a ti qué te pasa chamaco?” – “Nada señor” – “Cómo nada, si hasta estás sonriendo, no sabía que podías sonreír muchacho”–“ Es que de aquí soy, y aquí vive una muchacha que...” Se soltó a reír, me dijo que todos éramos iguales, todos por todos lados. “Así que el chamaco tiene una chamaca...” y siguió riendo.
Y así fue como le llegó su momento. Cuando la vi fingió no reconocerme, ahí estaba con vestido de mujer de alcurnia agarrada del brazo de ese maldito infeliz. “Yo me voy, haz lo que tengas que hacer chamaco” me había dicho mi nuevo patrón, consciente de que el cargar costales le da a uno fuerza para hacer muchas otras cosas. Un machetazo en el cuello calló al violador de una vez por todas, ¿dónde había quedado su risa, su desprecio? “Sí, me estoy chingando a tu vieja, y le gusta ¿qué le vas a hacer? Si no vales nada, hasta un marrano recién parido vale más que tú.” había dicho momentos antes, y después quién lo viera, parecía pollo mal matado, sangrándole el pescuezo, agarrándose, intentando evitar que fluyera la sangre, recuerdo el sonido de la sangre cayendo en el suelo mojando el polvo, y sus ojos saltones, con miedo, mucho miedo, miedo a la muerte. La agarré a ella y la aventé al piso. “¡Por favor, suéltame! No tenía otra opción, si no le correspondía iba a quedarme sin nada. ¿Por qué? ¡Asesino! Si es buena persona, se preocupa por mí. ¡Lo quiero! ¿Por qué le haces esto a mi marido? Maldito indio infeliz....” Y de ahí ya no pudo decir nada más, le apretujé el pescuezo. Sus ojos comenzaron a lagrimear. La apreté fuerte fuerte, como queriendo exprimir un trapo mojado, sucio y repugnante. Pero luchó, si bien que era una hembra de campo, una yegua brava, eso no se lo habían quitado los vestidos de ricos. Pataleó, araño, intentó gritar. El violador cada vez se movía menos y nada más se escuchaba como gorgoteaba, y ella todavía luchaba, sentí con mis palmas como intentaba con toda su voluntad aspirar algo de aire y no lo consiguió, en sus ojos se notó esa desesperación, esos ojos de bestia en pánico, vi como le provoqué un miedo incontrolable, vi en sus ojos el miedo a la muerte. Yo fui su muerte. Los gorgoteos pararon. Su vida se desvaneció, sus fuerzas desaparecieron, su aliento se extinguió.
Regresé a la ciudad en aquel corcel al que había sido trepada en aquel entonces. Volteé una vez más a mirar los dos cuerpos tirados, uno limpio y el otro completamente ensangrentado. Ahí me di cuenta de algo, no importa que alguien tenga riquezas y lujos, mientras otros tengan que revolcarse en el fango. En la muerte todos somos iguales.
CONTINUARÁ