Las manos sucias, manchando la pared. Se ha recargado en ella, apoyando la mano en ella. Dejó la marca. Se ve su mano de un color ocre sobre la pared clara. Estaba haciendo una corta pausa antes de seguir trabajando, modelando. Necesita reflexionar un poco, se enciende un cigarrillo, aspira varias veces para asegurarse que ha prendido bien antes de sacudir el fósforo y aventarlo fuera. El sol entra por la puerta que está abierta, las tablas de madera hinchadas por la humedad unidas con alambre. Está vencida, más que abrir o cerrarla, uno tiene que arrastrarla, no sirve de nada que las bisagras estén bien aceitadas.
Fuma tranquilamente, se ha llevado un banco para ponerlo fuera de su taller y respirar el aire polvoriento, que viene de la calle espantado por las camionetas destartaladas.
No es que disfrute su trabajo, es simplemente para lo que es bueno. Él no decidió su oficio, el oficio lo escogió a él. Algunos dicen que es afortunado, a él le importa muy poco lo que digan los demás.
En cierta ocasión comenzó a jugar con un poco de barro. Fue un ocio enfermizo el que le hizo acercarse a la cuneta de la carretera, apoyarse sobre sus cuatro extremidades y empezar a explorar y revolver el fango. Desde entonces no ha dejado de jugar con barro. Descubrió el material perfecto para crear mil y un cosas. En un principio fue mal visto por la gente del pueblo, pero cambiaron de parecer tan pronto llegaron los primeros forasteros que venían con la única meta de visitar al creador del barro. El creador del barro, así lo comenzaron a llamar.
Los forasteros necesitaban un lugar donde dormir y donde comer cuando iban a visitarlo. El pueblo comenzó a beneficiarse de su singular habitante, aquel que habían descubierto enlodado como un marrano en aquella cuneta. Al tiempo hasta cambiaron el letrero del pueblo, ahora se leía: “Bienvenidos a San Francisco de los pozos, hogar de El creador del barro”.
Continuó fumando, disfrutando un poco de la resolana que llegaba hasta la entrada del taller.
El encargo que le había hecho el último forastero no lo dejaba tranquilo. Estaba trabajando en pequeñeces cuando llegó aquel extraño, alto, de ojos y cabello claros. Fue el primero que le pidió un niño. Sí, un niño. Le ofreció dos millones de dólares, lo único que tenía que hacer era crear un niño de barro. No había especificado de qué edad, con qué características, ni si tenía que ser varón o mujer. Simplemente había llegado con sus extrañas ropas y con un acento insoportable le pidió que hiciera un niño. Había pasado la primera noche estudiando el método de trabajo más adecuado, llegó a la conclusión que beber arduamente era lo mejor. Borracho se desinhibía y comenzaba a modelar sin pensar demasiado. Pero en esta ocasión aún así no quiso comenzar con el encargo.
A la mañana siguiente, con el dolor de cabeza inaguantable del aguardiente descubrió lo que muchas veces descubría después de beber. Criaturas mal hechas. Sobre su mesa había varios animales pequeños, un ratón de tres patas que chillaba mientras intentaba correr, una rana sin cabeza que saltaba de un lado a otro sin ninguna orientación, un escorpión que al sentirse amenazado levantó el aguijón únicamente para que éste se le cayera. Al lado más alejado de la mesa se escuchó el cántico de un ave. Pronto comenzó a chillar en agonía hasta que se silenció. Y es que al acercarse, descubrió sólo la cabeza de lo que parecía un gorrión. Una cabeza que al obtener vida se había comenzado a desangrar. Juntó todas las criaturas, o en dado caso sus restos, y los echó al horno.
Cuando estaba borracho cometía errores de principiante. En un comienzo tuvo que descubrir una y otra vez que el don que tenía podía provocar sumas alegrías o sumas tristezas y traumas. Muchas ocasiones le había sucedido que iban a recoger el encargo para darse cuenta que el perrito que habían pedido no tenía fosas nasales y se asfixiaba cruelmente justo frente a ellos y sus hijos. La primera vez que hizo un flamingo le había faltado reforzar de alguna forma el cuello y éste se había roto cuando el animal ya vivía. Por eso es que no disfrutaba de su trabajo, pero tenía el maldito don de darle vida al barro.
Los ancianos se lo agradecían. Con tal de tener algo de compañía iban a ver al creador y le pedían algún animalito: Gallinas, perros, gatos, loros. Poco tiempo después le empezaron a encargar criaturas más complicadas, que si un ratón de dos cabezas, un dragón, o un alebrije. Varios cirqueros se habían hecho buenos clientes de él. Pero nunca le habían encargado algo tan complicado como un niño. Uno no puede crear un niño así nada más.
No sabe si seguir trabajando, así que decide encender otro cigarrillo. Pasa de mediodía, las calles se han vaciado un poco, es la hora de la comida. Él también ha creado comida, sandías enormes, jugosos mangos, rebuscados pasteles. Han sido todo un éxito, excepto por la pequeñez de ese leve e inevitable sabor a tierra.
No es que disfrute el crear vida a base de tierra y agua. Le incomoda caminar por el pueblo e identificar a lo lejos una de sus criaturas. El loro del viejo del café del parque central, por ejemplo, más que perder plumas pierde polvo. Lo peor de todo es que la edad no hace responsables a las personas. Quien diga que es así, se equivoca, si lo sabrá él. Hay un viejo insoportable, que vive de su decrepitud, la usa para sacarle provecho a las personas. Es un bebedor y en promedio una vez al mes va a pedirle que le haga una nueva criatura de compañía, pues a todas sus mascotas las mata de una u otra forma.
Uno bien que mal no deja de tenerle cariño a sus creaciones, puede que no se les quiera tener cerca pero uno tampoco va a querer que sufran. Eso pensaba el creador en un principio, pero al final de cuentas sabe que es un mercenario. Hará lo que tenga que hacer siempre y cuando la paga sea la adecuada. Sabe que le encargan criaturas fantásticas para destazarlas, hacerlas sufrir, obvio no siempre, pero muchas veces. Aun en caso de que quieran a la criatura sea cual sea, si ésta muere, no se llorará tanto por ella: era hechiza, al fin, pueden encargar otra.
Conforme había ido pasando el tiempo el creador había desarrollado el don de identificar a los que veían a sus criaturas como criaturas y no como objetos. Tenía ahora el don de reconocer a aquellos que valoraran y respetaran la vida creada del barro. Para este tipo de personas tenía una receta especial para crear vida: Al lodo hay que agregarle lágrimas, o para obtener mejores resultados un poco de sangre, de preferencia de aquel que será el dueño de la bestia. El resultado es que las bestias tienen con sus dueños una conexión más cercana, son criaturas más dóciles, más nobles y más inteligentes. Y lo más importante son fieles y dan compañía hasta la muerte.
En el caso del viejo del café del parque, el creador había identificado un entusiasmo genuino del viejo por tener una compañía: Estaba realmente entusiasmado por tener alguien que pasara el tiempo con él, le hiciera reír y entretuviera a los parroquianos. Sí, pensaba tener a alguien, como si el loro de barro fuera a ser una persona. Al final de cuentas se puede decir que eso es lo que es. Por lo menos para el viejo. El animal habla, silba, baila, y el viejo lo ha entrenado para que recoja dinero, papeles y le ayude un poco en el trabajo. La criatura es excepcional.
El creador le regaló una criatura así al viejo del café porque había identificado en él un genuino respeto y cariño por lo que iba a obtener. Algo que no vio en el último forastero. Y éste quería un niño.
El creador se ha levantado del banco, ahora dentro prepara un poco de barro, lo humedece más. Lo amasa una y otra vez, hace una pausa y después lo mismo de nuevo: amasa una y otra y otra vez. Sabe que en algún momento tiene que llevar a cabo el pedido. Comienza por fin, agarrando una gran masa que pone sobre la mesa, comienza lentamente a darle forma al tronco, de él comenzará a formarle los brazos, tendrán que estar simétricos. La mejor forma de hacer al niño es acostado sobre la mesa. Lentamente va tomando forma de un ser humano. Le faltan las piernas, el creador con gran pesar las va formando. Hace una pausa, enciende un cigarrillo. Es algo que él mismo se ha prohibido: fumar en su taller. Pero ahora lo hace. De cierta forma se ve algo aliviado, fuma y esparce las cenizas sobre el barro blando que da forma a eso que ha de ser un niño. Se puede decir que el cuerpo está listo, será un varón. Fuma y cuando termina apaga el cigarrillo en el cuello de barro. Deja la colilla ahí donde ha de ir la cabeza. La empieza a formar, no se esfuerza tanto porque el niño tenga las facciones finas, o bonitas. Le da lo necesario, una nariz a la que le hace las fosas nasales, boca, ojos y unas orejas que terminan extrañamente de forma puntiaguda. La ha terminado, no es una de sus más bellas creaciones, pero es una que funcionará.
Más tarde cuando el forastero de cabellos claros hubo de regresar por su encargo, encontró a un niño sentado sobre la rama de un arbol tomando una cerveza. El creador se alivió de haber creado así a esta criatura, ya que el hecho de que su niño bebiera alcochol no molestó al forastero en lo más mínimo. Ese niño no iba a ser querido, iba a ser usado, explotado. Sería blanco de cosas que el creador ni se podía imaginar. El forastero pagó su encargo y se llevó al niño. Al ver marcharse a los dos el creador se sintió aliviado y hasta contento. Aquel niño habría de estar bien, en su naturaleza estaba el instinto de mantenerse oculto, de desconfiar de los humanos, de escapar de ellos. Ahora todavía no lo hacía, tardaría un par de horas hasta que lo hiciera y es que aun seguía somnoliento por aquel sueño de barro del que había sido despertado. Esa criatura sería sumamente pícara, más aún que el creador.
Al forastero le habían dado gato por liebre. Pagó dos millones de dólares por un escurridizo duende de puntiagudas orejas.