Salió como a las once de la mañana de su casa, era día de tianguis. La calle estaba repleta de puestos metálicos cubiertos de lonas. Pasó por un puesto de discos piratas, por un puesto de playeras de fútbol, éstas también piratas. Las marchantas ofrecían quesadillas, sopes, tacos de cabeza, de moronga, de suadero. Recorrió todo el tianguis, iba mirando el suelo, observaba los sucios tenis blancos que traía puestos. Salió de la cuadra y ya lo estaban esperando.
Se subió a la camioneta, en el radio se escuchaba música de banda, era el corrido de Lamberto Quintero.
– ¿Viste el juego ayer? – le preguntaron.
– Sí, estuvo pues ahí nomás, ni bueno ni malo – contestó
– Oye ¿seguro que no tienes broncas con hacer esta chamba? – le preguntó el conductor – Ya sabes que está refácil, pero la cosa está un poco complicada.
– Pues a huevo, ya me habían dicho que era casi un regalito ¿no? Me estás ofendiendo cabrón. ¿Por qué le tendría que andar sacando? Si ya sabes que soy un chingón en mi chamba y que no me rajo.
– Está bueno, pues uno pregunta nomás, yo sé que no te rajas Calamar. Te llevo con el patrón para que te diga cómo está la cosa.
Siguieron manejando, para ese entonces ya habían salido a una de las avenidas más grandes de la ciudad. En los carriles centrales el Calamar empezó a observar los demás autos que pasaban a su diestra y siniestra, los pasajeros de esos autos seguían metidos en su mundo perfecto e inocente, pensaba, no tenían ni idea de la podredumbre que en ese momento iba al lado suyo. No sabían que alguien en esa ciudad no habría de sobrevivir aquel día, y que, con mucha mala suerte, podría ser alguien cercano a ellos.
Trabajaba desde hacía tiempo ya para el mismo patrón. Y sus tareas eran siempre las mismas. No sentía remordimiento alguno desde hacía tiempo. Lo más cercano a remordimiento era una cierta incomodidad que sentía en casos como estos, en los que de antemano sabía que cuando mucho dos balas habrían de ser disparadas. En esos casos en los que los “clientes” no habrían de oponer resistencia alguna: Ancianos, mujeres, niños, personas cercanas a uno. Pero al final de cuentas esa incomodidad no evitaba que el Calamar llevara a cabo sus tareas una y otra vez. Él creía que la piedra le había ayudado a matar todo remordimiento, pero no se atrevía a pensar que tal vez también le había matado toda voluntad.
Salieron de la avenida y se adentraron en una colonia de ricos. Tal vez no de ricos ricos, pero sí de gente con más dinero que él. En una de esas colonias trabajaba una de sus primas como sirvienta. Tal vez era hasta en esa misma colonia donde su prima tenía que limpiar, cocinar, lavar, comprar y hasta hacer de niñera, o tal vez en un extremo de sustituto materno para hijos de ricos. Los hijos propios los veía únicamente cuando tenía libre, que eran los fines de semana y eso no siempre. El que en ocasiones la hacía de niñera para los hijos de su prima era el Calamar mismo. Esos niños se parecían cada vez más a él.
– Ya estuvo Calamar, ya llegamos.
– ¿Ahora es otra casa? – preguntó el Calamar.
– Sí la otra ya estaba muy torcida, esta la acabamos de conseguir hace poco.
Obviamente el patrón no iba a llevar al Calamar a su verdadera casa, a donde lo llevaban siempre eran casas que tenían únicamente para los negocios. El conductor habló por interfón con el vigilante que estaba del otro lado de la reja que protegía aquella mansión.
– Traemos los calamares que se le antojaron al jefe.
La reja se abrió de forma automática y la camioneta con el Calamar adentro desapareció detrás de ella.
CONTINUARÁ