31.3.12

Las palabras se las lleva el viento III

Ha sido mera casualidad que hoy se haya puesto ese vestido. El vestido de las despedidas, se podría decir. Un vestido blanco con motas celestes, retocado con un listón azul marino en la cintura. Se trata de un vestido primaveral que ha usado en los más crudos de sus inviernos. Hoy es otro de esos días, en los que el infierno sube a la tierra, en los que se manifiesta a sus alrededores para destrozarla lentamente, de adentro hacia fuera.
“Dios no existe, pero el averno sí, caes en él cuando menos lo esperas. De un momento a otro tu corazón es consumido por la hoguera y una sigue viva para contarlo.”

Hace más de tres años que se despidió de él. Él, alegre, sonriente, bonachón, fuerte, un hombre con la nobleza y alegría de un niño, acompañada de la fuerza de un león, por eso se enamoró de él. Se sentía segura y alegre a su lado, ¿qué más podía pedir? Sin embargo que ella se sintiera segura no quería decir que él lo estuviera, o que aún lo esté en estos instantes. La soledad los ha ido marchitando a los dos. La soledad que nació ese día de verano. La soledad parida en un buque zarpando.

Quién supiera lo que ha sufrido por él, las noches que ha pasado en vela, las lágrimas que ha derramado después de sueños en los cuales su amado es destrozado por las balas. Hoy en la noche soñó nuevamente con la guerra. La frontera enemiga estuvo de nuevo cerca de la playa, su fortaleza de hombre estaba jugando con sus compañeros armando trincheras de arena que luego las olas destruían. Comenzaron de nuevo a escarbar, a remover arena mojada. A lo lejos se ven dos figuras en el aire, son dos cometas que niños vuelan en la playa. La trinchera está lista de nuevo, pero ya se avecina la próxima ola destructora. Se rompen los hilos de las cometas, el agua inunda la trinchera, se lleva al soldado que estaba en ella, éste se hunde en agua y arena.
Las cometas ya no son cometas, son aviones cazas, pierden altura, los niños ya no juegan, corren en pánico en dirección de los soldados. Los aviones abren fuego y sus metralletas destazan a los hombres juguetones. Su hombre corre, trata de escapar, es veloz pero no basta. Frente a sus ojos las balas del avión le destrozan las piernas.
Así como comenzó termina el ataque, dos cometas caen a la arena, las olas se las llevan. Los médicos militares van hasta su camastro y le entregan en una silla de ruedas a su fortaleza rota de hombre, el rastro rojo queda donde ha estado y donde estará. “Señorita, su amado” dicen y se marchan. “Bueno mi vida, vamos a tomarnos un último trago ahora que aún tenemos tiempo”, dice el escurridizo mientras se sigue desangrando en esa silla.

Después ya no pudo volver a dormir, y ahora esto. Y para su desgracia volvió a escoger ese vestido.
El listón de la cintura ondeaba con el viento aquella tarde de verano, se había puesto gafas de sol, el sol era una excusa, no quería que se le vieran los ojos hinchados. Eran los últimos momentos que iban a poder estar juntos hasta Dios sabía cuándo. Desde hacía algo más de tres meses estaba encuartelado. Sus últimas vacaciones fueron dos días en los que no pudo dejar el puerto. Dos días en los que abundaron las mujeres despidiendo a sus hombres en ese ambiente lleno de mustio y miedoso silencio a pesar de la gran cantidad de acorazados, cruceros y destructores.
“Tienes que regresar, ¿me entiendes? Ni pienses que te puede pasar algo”, le dijo con voz temblorosa. “Aquí te voy a estar esperando, tienes que regresar. ¡No me vayas a dejar sola cabrón!”, y explotó en llanto. Él la tranquilizó como pudo, ¿qué tan bien puede tranquilizar alguien que comienza a sentir a la muerte cerca, alguien que ya sabe que en unas horas tendrá que matar para no ser matado?
“Tranquila, tranquila cariño, no me va a pasar nada. Mejor vamos a tomarnos un último trago ahora que aún tenemos tiempo.” La abrazó y lentamente se alejaron de la playa. Dejaron atrás a los niños disfrutando del mar, su romance adolescente, sus sueños idílicos. Dejaron atrás su vida en tiempos de paz.
Al despedirse mientras él jugueteaba con ese listón azul marino, como muchas otras veces, ella le dijo lo que no se habían dicho nunca: “Te amo”, se aferró a él y esperó una respuesta. “Voy a regresar, te lo prometo.” No fue correspondida, su confesión fue recibida con una promesa, palabras y más palabras. Esa promesa podía ser no más que palabras vacías, o llenas de intención y sentimiento como las que ella había pronunciado. Al final de cuentas las palabras son palabras, y las palabras se las lleva el viento.

Palabras vacías, así también espera que sean estas que están sobre el papel que le han entregado hoy, que han provocado que el infierno suba a la tierra.
El soldado Ernesto Courrier ha sido reportado como desaparecido durante acciones de inteligencia de su escuadrón al norte del territorio ocupado. También hay razones para creer que de seguir vivo, el soldado Courrier ha traicionado a su patria y ejército para unirse al enemigo.

CONTINUARÁ

13.3.12

Las palabras se las lleva el viento II

El ruido de las ramas golpeando los pantalones, el sonido de las hojas crujiendo debajo de las botas, el agua encharcada salpicando las ropas. Jadea, no sabe cuánto tiempo tiene para escapar, no sabe cuánta ventaja les lleva a lo que queda de su escuadrón, a los que traicionó. El fusil se le resbala del hombro al correr. El paquete cuelga del otro hombro, tiene que escapar de forma incómoda, dos objetos golpeando cada una de sus piernas, dos objetos que tiene que tomar con las manos y correr para no terminar cayendo. Espera que valga la pena el riesgo, la traición.
Ahora se ha convertido en un equilibrista, su vida pende de un hilo. De un lado están los enemigos atrincherados esperando un error suyo, del otro está su escuadrón que de encontrárselo lo tratará como se tratan a los traidores, sin piedad.

Sin piedad se trata también el escurridizo a sí mismo. Qué idea más estúpida el traicionar a su ejército en tierras enemigas. Estar solo en bosques desiguales, desconocidos, destrozados en partes. Troncos negros, pelones y humo asfixiante de batallas pasadas. Llegó a un descampado, resultado de bombardeos y combates. Tiene que huir, esconderse de nuevo, su uniforme verde resalta en ese fondo negro cenizo. Se acerca con mucho cuidado a una trinchera calcinada.

Cayó de bruces en el refugio de los enemigos destrozados. Creyó ver a la muerte a la cara y se lanzó: a unos cincuenta metros sobre la rama de un árbol le pareció ver escondido a un francotirador de su ejército. Alcanzó a reconocer el casco y las insignias. Por eso mismo ha caído, se ha lanzado sin reparo para caer sobre un cadáver enemigo. Sí, vio a la muerte, la sintió debajo suyo, suave, pegajosa, dócil. Está por varios lugares, a esa rama también ha llegado la muerte. Con sumo cuidado observó al supuesto francotirador. Le dio la impresión de que lloraba sangre, recargado sobre la rama alta de aquel árbol, los brazos colgando.

El enemigo es ordenado, hasta en la muerte. Detrás de las cenizas y las marcas negras del fuego aun se vislumbran latas, apiladas dentro de lo que posiblemente hasta hace unas horas era un cajón de madera. Son alimentos, para él y para el paquete.
Puede que tambien algo de munición haya sobrevivido al fuego, hay cajas de ella debajo de un costal de arena.

El escurridizo se esconderá en ese bosque calcinado, dentro de aquella trinchera ensangrentada. Se quita su viejo uniforme, aquel que traicionó. Se pondrá uno ensangrentado, agujereado, de aquel cuerpo que le frenó la caída. Por ahora permanecerá ahí, aunque sea esta noche. Estudiará a fondo el contenido del misterioso paquete e intentará descifrar cómo es que ese paquete lo ha de ayudar a resolver su problema.

CONTINUARÁ