17.11.13

Tierna historia de terror

Toda la noche había llovido. Hacía un ventarrón que aventaba las ramas del roble contra la ventana de la habitación. No podía dormir. Las gotas se estrellaban de pronto de forma violenta contra el cristal, para después volver a apaciguarse. En aquel entonces era estudiante, vivía para salir de fiesta los fines de semana. Y en ocasiones solía hacerlo igual entre semana, con tal de no perder la práctica. Los primeros semestres de la universidad los había pasado de noche, y esto en todo el sentido de la palabra. Pienso que aparte de la tormenta, eran también la deshidratación y la cruda de la fiesta del día anterior las que menos me ayudaban a conciliar el sueño. Un relámpago alumbraba la habitación. Uno, dos, tres, cua..... el trueno cimbraba el vidrio de la ventana. No tenía en aquel entonces cortinas, y nunca las tuve en esa casa. Miento, no era una casa, era simplemente una habitación que, de una u otra forma, me servía de hogar. Como fuera, no tenía cortinas y en ese hogar nunca las tuve. Prefería invertir el dinero que tenía en otras cosas: Comida, bebida, salidas, en ocasiones muy pero muy raras en ropa. ¿Cortinas? No, ¿para qué? En un futuro tal vez, pero aún no.
Otro relámpago. Uno, dos......... el trueno. Otro ventarrón y pareciera que fuerte granizo estrellándose directamente en la ventana. Las ramas siendo obligadas a bailar de arriba a abajo golpeando de vez en cuando la ya tan mencionada ventana. Un sobresalto mío, un instante de susto que se alarga pues el ruido agudo continúa. No lo pude identificar en seguida y por lo tanto se alargó más y un poco más. Me pareció una eternidad. Al darme cuenta de lo que se trataba me sentí ridículo. Aquí me estoy austando por el pinche teléfono, casi casi bailando del susto y la sorpresa. Tardé en encontrar el teléfono que estaba perdido en la habitación. Era tarde, no era común que me llamaran a esa hora. No reconocí el número, simplemente contesté.

Del otro lado de la línea únicamente se escuchaba un llanto, que al escuchar mi voz se volvió sollozo. “¿Sí? ¿quién habla? ¿Te puedo ayudar?” – “Dos meses… dos (sollozos) meses” – “¿Cómo? ¿dos qué?” – “Ten...... ten...... tengo dos ............dos….. tengo dos meses……(sollozos)” – “¿Quién habla?” – “Soy.......soy [insertar nombre femenino aquí].” 
Se me congeló la sangre. Ya no la recordaba. Hacía tiempo, sí, aproximadamente dos meses la había conocido en una fiesta, nos agarramos confianza y nos conocimos de pe a pa. Todo en una noche, bueno y parte de la mañana. Después habíamos perdido el contacto. Creo que se puede decir que los dos quisimos perderlo. Hasta esa noche, con tormenta y relámpagos. Recuerdo muy bien que no pude decir nada, perdí el habla. Me quedé congelado con el teléfono al oído, de la bocina salía el llanto de tu madre. De afuera se estrellaban las gotas contra la ventana, las ramas del roble danzaban dando chicotazos al cristal. Relámpagos y sus respectivos truenos que ahora me dejaban completamente indiferente. De ahí tengo una laguna mental, no sé qué le dije a tu mamá, solo recuerdo haber pensado que tenía que darle ánimos y ella me dice que lo hice, pero no recuerdo cómo. Después todo sucedió bastante rápido y ahora aquí estamos, celebrando tu llegada. Ay hijo, eres el mejor susto que me pudieron haber dado.

17.9.13

El beso de la musa


Lo que hace falta es una patada en el estómago. Sacarle el aire, que vea estrellitas para que se acuerde de dónde viene. 
¿Dónde la dejaste? ¿A qué hora la perdiste de vista? De seguro te confiaste y se te escapó. ¿Cuántos te encargamos? Varios, ¿no? ¿Dijiste algo de que no ibas a poder con el encargo? No cabrón, tú andabas muy salsa con que ibas a entregar a tiempo lo que se te pidió. Pero mírate ahora. ¡Mírate! 
Ah perdón, que los ojos no los puedes abrir de tantos madrazos. ¿A dónde se fue? ¿Cuándo regresa?
¡Contesta cabrón! 

Tanto que la presumías, que decías que no había ninguna mejor que ella, que era la única para ti. Pues mira ahora como esa única, te vio la cara y salió por patas. – Camina de un lado a otro, me mira tirado en el suelo, manos y pies atados. Los ojos vendados, no puedo ver. La verdad no sé ya cuánto tiempo llevo aquí. No sé si siga en el mismo lugar, es posible que me hayan cambiado de casa de seguridad mientras estaba inconsciente. No me puedo imaginar los rasgos de aquellos que me tienen cautivo. La verdad es que no me los deseo imaginar. Lo digo más que nada por ustedes, lectores. Yo tengo los ojos vendados y no puedo ver un carajo.
De vez en cuando hablan por teléfono, la voz calmada y firme que se escucha del otro lado los pone a temblar y a odiarme más. “Recuérdenle al señor este que nos garantizó dos novelas cortas para ser impresas por partes en nuestras revistas, y que le pagamos por adelantado. Si el cabrón no se quiere poner a trabajar, oblíguenlo. Ustedes no van a abandonar esa casa hasta que tengamos el material que nos debe. Si no les parece, pues desquítense con él. A la próxima quiero escuchar avances.” Click.
Silencio.
Un suspiro y poco después una bota golpea mis costillas.

¿Dónde anda cabrón? – No sé. – No te hagas pendejo. – Pero si es la verdad, desapareció así de la nada. – Estoy en el piso, echado, una lámpara me ilumina desde el techo. ¿Entonces? ¿qué vas a hacer para salvar el pellejo? – hace una pequeña pausa. Mira te vamos a echar la mano. ¡Traigan a las muchachas! – grita, se escucha una puerta abrirse, varios pares de tacones entran a la habitación, avanzan y se detienen frente a mí.
A ver chavas ¿quién se anima? – varias muchachas hacen un semicírculo alrededor mío. Varían desde mulatas a pelirrojas y sus prendas van desde lencería hasta trajes sastre. Lo único que tienen en común son los tacones. Todas llevan tacones puestos. 
¿Entonces qué onda? ¿quién se anima? – Silencio – ¿saben qué? ¡Me vale madre! Órale – le grita a su ayudante – deja a todas las viejas encerradas aquí con el pendejo este. Apaga las luces y vámonos. – se apaga la lámpara que cuelga sobre mí, me quedo hecho bulto igual que los últimos días.


El papel sigue en blanco, al lado de la libreta está mi bolígrafo favorito. Me sentaron frente a una mesa. Pienso que me cambiaron de cuarto. En el que estoy tiene poco que ver con aquel que me había imaginado. 
La noche que pasé con todas las mujeres me dejó más agotado de lo que creía. Y tampoco es que me haya ayudado. Uno pensaría lo contrario, pero la verdad es que no. Lo que sucedió en esa habitación no ha venido a arreglar mi precaria situación. Ahora ¿que quieren que mencione qué es lo que sucedió esta noche? No, eso ustedes lo deciden. Imagínate lector qué es lo que sucedió, tú lo decides. Estoy cansado de que todo el trabajo recaiga en mis hombros. Me tienen secuestrado, maniatado, con los ojos vendados y golpeado en una casa de seguridad en algún lugar de un gran país. Ahora, si no es mucha molestia, imagina qué es lo que sucedió en esa habitación, que no me ha ayudado nada, que no ha provocado que pueda llenar las hojas de mi libreta. No seas huevón e imagina un poquito.

¿Qué pasó? ¿No te gustaron? ¿O eres puto y necesitas un chavo? – Miro la libreta, el bolígrafo al lado. No, sólo funciona con ella. No conozco otra posibilidad.– No les agrada mi respuesta, me sueltan un puñetazo en la cara, caigo al suelo donde continúan dándome de patadas. La adrenalina comienza a correr por mis venas, siento de nuevo algo más que el dolor de los golpes. Siento un dolor interno, angustia y temor se comienzan a expandir por mi pecho. ¿Cómo voy a salir de esta?  Los golpes continúan. Pinche escritorcito pendejo, si ni escribes. Y de seguro ya te gastaste el dinero. No se cansan, los golpes siguen y seguirán un buen rato. Si no llenas la libreta no vas a salir vivo de aquí.

El cuarto está oscuro de nuevo. ¿Y ya será esto todo lo que fui? ¿Termina aquí mi camino? ¿Qué ya no podré volver a ver a los míos? ¿Se cierra el telón y aquí muero? Qué triste, creía que iba a seguir  un buen rato en este mundo.
Está al lado mío, no me di cuenta cuándo entró, pero huelo su perfume. No puedo evitar sonreír. Me observa en silencio. No dice, ni dirá nada. Se inclina para poder tocar el bulto en el que estoy convertido. Su mano acaricia mi cabello, con un pañuelo limpia la sangre de mis mejillas. Se inclina lentamente hacia a mí, acaricia mi mejilla antes de darme un delicado beso.


El escritor está sentado frente a su computadora. Tiene una amplia sonrisa. No quedó nada mal, hasta diría que está bueno. Sí, está orgulloso de su creación, después de ese bloqueo mental que lo había tenido en sequía al fin consiguió crear algo aceptable. ¡Mierda! Pero esto no lo puedo utilizar para las dos novelas cortas que tengo que entregar. Y el tiempo sigue corriendo.   

8.8.13

Historias de verano


La banqueta refleja el calor del sol. Los rayos caen insolentes sobre el rostro sudoroso. Camina por las calles de la ciudad en busca de aquel libro que le recomendaron. El verano ha llegado. Por donde camine aparecen personas que se lo dejan en claro. Una vieja arrastrando su carrito de las compras con una mano mientras con la otra agita su abanico. Niños en camiseta sentados en la banqueta comiendo helado. El señor de las nieves haciendo un supernegocio. 
Sus ropas están húmedas de tanto sudor. No puede resistir la tentación: se acerca al carrito de las nieves mientras las campanillas suenan. El vendedor acaba de despachar a los últimos niños. “Joven, ¿Qué le doy?” dice mientras con un veloz movimiento de muñeca agita las campanillas del mango con el que empuja su carrito. “Pues, ¿de qué tiene?” responde el joven. “Tengo nieve de guayaba, limón, mango, sandía y todavía me quedan un par de sandwiches de helado.” dice a un ritmo veloz y con una tonada propia de él. Es su cantaleta de vendedor, única de él. Es una forma de identificación entre los vendedores, para sobresalir, es un factor de reconocimiento para los clientes.
Lleva una gorra de béisbol que le da sombra a sus entrecerrados ojos, su bigote es entrecano ya. 
“Pues déme una de mango” – “¿Grande o chica?” – “Grande por favor”. Con movimientos automáticos toma un vaso desechable abre la puerta de la caja del carrito y comienza a servir la nieve. “¿Está fuerte el calor, no?” dice el joven. “Sí joven, justo del que ya me hacía falta” responde el vendedor, “el verano se hizo esperar este año, y pues yo lo necesito para mi negocio, ¿no?” dice con una sonrisa. “Acá tiene”, le da el vaso mientras continúa, “y usted ¿aprovechando del clima para pasear?” – “No, la verdad es que me pasé toda la mañana buscando un libro que me recomendaron y hasta ahora no he tenido nada de suerte.” – “Pues así sucede, pero dígame pues, ¿para que le urge tanto el libro que se pasó buscándolo toda la mañana?” hace una pausa, se acomoda la gorra y continúa: “Ahh ya sé, lo necesita para la escuela joven.” – “No, la verdad es que no”, dice fastidiado, se le nota que a pesar de estar comiendo esa nieve de mango, no la disfruta. Sigue sintiendo molestia por no haber conseguido lo que se había propuesto para este día. Sigue molesto por no haber conseguido su meta. “El pinche libro me lo recomendó un muy buen amigo”, continúa “y si me lo recomienda es por algo, ha de estar buenísimo y por eso la necedad de conseguirlo.” “Está bien, ¿y cómo se llama?” “Historias de verano de Roberto Valdivia.” El viejo vendedor estalló en carcajadas de forma tan estrepitosa que hasta se dobló de risa. Tardó en recuperar la compostura, mientras el joven incrédulo seguía comiendo su nieve mirándolo con extrañeza. El viejo intentó varias veces pronunciar palabras, pero la risa le seguía ganando. “¡Ahh qué esta juventud!” exclamó al fin. “Joven, ¿cómo dice que se llama el libro?” – “Ya le dije, Historias de verano” contesta el joven de mala gana, pues siente que se burlan de él. “Ya muy bien joven, pero por favor dígame qué es lo que tenemos a nuestro alrededor. Mire aquellos niños nadando en la fuente, las señoritas mostrando pierna, los grupos de amigos que van a nadar. Y usted como loco buscando un libro, que de seguro está bueno, eso sí. Pero a usted se le nota que se le amargó el día por no encontrarlo. Un libro que trata del verano. Mire, con todo respeto, usted necesita primero conocer el verano en persona, antes de leer historias de él. Si no ¿de qué le sirve? Se nota que usted me compró la nieve por el calor, pero no la está disfrutando, usted está de malas y todo por un libro. Y eso de lo que trata, lo tenemos alrededor nuestro. Le propongo una cosa, quédese una media hora sentado en la plaza y disfrute lo que pasa alrededor suyo, ya mañana sigue buscando el libro. Éste es el verano. Le invito otra nieve pero para que la disfrute. 
El joven está sentado en una banca, saboreando una nieve de limón: 
“Ah chinga, pues sí, éstas son las historias del verano.” Y sonríe.

28.6.13

Tormenta


El cielo se está cerrando, la capa de nubes parece bajar cada vez más. Parece estar cada vez más cerca de él. Si se fuera exagerado, se podría decir que uno puede alargar el brazo para acariciar esos algodones grisáceos que se desplazan por encima de uno. Mientras más mira las nubes más bajas  parecen. Estira el brazo intentando acariciarlas, se sienten ásperas como lijas y no suaves como algodón. 
El viaje sigue, de forma irregular se percibe un vaivén provocado por el camino. No se sabe cuánto falta para llegar, y eso en el momento no tiene importancia. 
Una gran cantidad de libros con portadas vistosas y llamativas están repartidos sobre la banca, todos ellos los compró en algún momento. Todos en su momento le llamaron la atención. Todos le siguen llamando de alguna forma la atención. Todos todavía no han sido leídos...
El viento sopla cada vez más fuerte. La brisa imperceptible dio paso a rachas agresivas de viento que sacuden los árboles de un lado a otro. Ahora no se puede escapar a esa oscuridad que realmente aún no la es. Cuando el sol está aún por encima de las cabezas, pero tiene que buscarse camino entre una gran capa de nubes, cosa que no consigue y por lo tanto transforma el día en un día sombrío. A media luz, el ánimo a media vela, el vaso medio vacío.   
El vaivén se torna más agresivo para después de algunos momentos volverse a calmar.

Se escucha un golpe que lo exalta, proviene del cristal. Le siguen más y más, con cada segundo que pasa se escuchan más golpes hasta alcanzar un martilleo rápido y agresivo. Las gotas se destrozan al estrellarse contra el cristal. Parecen balas líquidas que tienen el fin de alcanzarlo y destrozarlo. Únicamente el cristal lo salva. Las capa de nubes está cada vez más baja. La oscuridad gana fuerza y se abre camino. El horizonte ya no llega tan lejos. La vista alcanza cada vez menos. El suelo se sacude agresivamente. Quedó cegado un par de minutos. En lo que queda de horizonte se vio un relámpago cuyo trueno aún no llega, ni llegará pero de eso no se da cuenta. 

A lo lejos suena un teléfono pero no lo escucha. No puede dejar de mirar esa oscuridad que se expande y que lo quiere alcanzar. Comienza a sentir pánico. El cielo lo está encerrando. La lluvia arrecia. Intenta calmarse, con tal de distraerse toma uno de los libros de la banca. Lo abre y no puede leer. Observa las letras mas no les puede hallar significado alguno. Se desespera, intenta levantarse pero le cuesta. Utiliza toda la fuerza de sus piernas para intentar levantarse de un salto. Despierta.

Respira agitadamente, observa a su alrededor. Sigue viajando en el autobús, la calle está por tramos descuidada. Mira su teléfono, tiene una llamada perdida. Observa lo que se le ofrece afuera de la ventana. Vacas pastan en el campo, disfrutando los rayos del sol. Lleva únicamente una playera puesta sobre el torso, hace calor. Suspira. Después de todo va a la playa, a la costa a pasar unos días. 
Con una tormenta en su interior.

5.6.13

Con la casa a cuestas


El señor lleva la casa a cuestas, la única forma de mantenerla segura es llevarla a todos lados. También es la única forma de él mantenerse seguro. A pesar de ser alguien tan precavido es alguien que se toma su tiempo, que disfruta el camino y el andar. Por poco que ande, anda todo el día de camino. Cualquier sombra amenazante lo hará retroceder. Se refugiará en su casa a cuestas y después de mucho andar, hará una pausa para descansar y comer algo. Aquí lo vemos degustando un platillo popular entre los suyos. Después continuó su camino llegando a su destino, o probablemente no. No sé sabe, fue la última vez que se le vio. Si él no, su descendencia sigue con esa tradición, llevar la casa a todos lados y no parar de andar por más lento que se vaya.

3.5.13

La botellita





Abrió el gabinete del baño. Todos los frascos escondidos detrás del espejo lo recibieron con un orden estoico. La botellita que buscaba estaba escondida detrás de todos los medicamentos. Pastillas contra la tos, jarabe contra las agruras, aspirinas por eso de que reduce el riesgo de infartos, desodorantes que ya desde hace tiempo dejaron de producir, espuma y una navaja de barbero, de esas con las que uno se puede cortar la yugular si se anda distraído. Atrás, muy atrás, al otro extremo del gabinete, una caja de condones.

La botellita, como él le dice, tiene todavía un cuarto de su contenido. De aquél líquido amarillento que se puede encender rápidamente. El líquido que uno no debería untarse en la piel después de rasurarse. 
“Mi botellita” dice con cariño. Y es que esa botellita se la regaló su botellita. Así le decía a su querida mujer. De joven cachondo la apodó la botella de coca cola, poco antes de que comenzara a cortejarla. En algún momento ese apodo salió a la luz y ella, para ese entonces simplemente la botellita, se dio cuenta que aquel joven apuesto que la había conquistado no era únicamente un caballero serio, bien educado y decente. También era un chamacón lleno de picardía, con una urgencia latente de cometer travesuras a sus veintisiete años. Y él habría de darse cuenta con el tiempo que ella era igual o peor. Con el tiempo la figura de la botellita se ensanchó, de forma que comenzó  con el tiempo a parecer más jarrón que botella. Sin embargo el apodo siguió siendo actual para él, y no tenía que ver con la figura de su amada que, después de varios hijos, ya no era la misma que en los tiempos añejos. Encontraba en ella una frescura que lo hidrataba y mantenía vivo, la botellita tenía un elixir vitalizante que él le robaba a besos. Pero, como es la vida, tanto va el jarrón al pozo que acaba por romperse. La botellita se marchó demasiado pronto y con ella murió el chamaco pícaro de sesenta años.  
La botellita, es decir el frasco, fue a parar al gabinete del que ahora fue sacado. Con el tiempo fue siendo replegada hasta llegar al fondo de aquel mueble. Las medicinas eran lo que más necesitaba y usaba. Fue el tiempo cuando empezaron los dolores de todo tipo, cuando no había ningún brillo en sus ojos. Cuando los niños que se aparecían frente a su casa eran corridos a gritos. Hasta su casa sufrió, cada vez más gris y fría. Poco a poco se iba muriendo por dentro. ¿Alegrías? ¿cuáles? Ninguna. Nada agradable, nada de valor, nada por qué luchar. En su vida no había nada qué disfrutar. El elixir se lo habían robado. Alguna vez, gracias a la terquedad de sus amigos, intento conocer una nueva muchacha. Pero en su interior había algo encerrado. Como si a esa pasión desenfrenada que todos llevamos dentro, la hubieran encadenado y le hubiesen roto la voluntad cual bestia salvaje en el circo. No se pudo animar a conquistar, ni siquiera a cortejar a aquellas mujeres que se cruzaron por su camino. Acabó yendo de putas, una que otra vez. En contadas ocasiones. De eso ya hace mucho tiempo.
La caja de condones acabó de igual forma al fondo del gabinete. No se supo más de ella por unos tres años. Sus amigos dejaron de intentar persuadirlo. Había algo en él que simplemente no lo dejaba soltar el pasado y mirar hacia adelante. De por si nadie le pedía soltar el pasado, los recuerdos de la botellita. Simplemente querían lograr que de nuevo mirara con algo de fe y, sí, por qué no decirlo, con alegría hacia adelante. Que mirara con algo de esperanza hacia el futuro, ese futuro que con cada año se le iba reduciendo más por la edad, pero futuro al fin.

Ya se rasuró, se vistió. Está frente al espejo, la camisa planchada casi a la perfección, nunca aprendió a planchar las mangas como su botellita, Dios la tenga en su gloria, pero hizo un trabajo excelente, está orgulloso. Destapa la botellita, su olfato percibe inmediatamente el aroma añejo, se unta un poco del líquido en el cuello y en la camisa. Cierra la puerta del gabinete, toma el saco y sale por el umbral de la puerta de su departamento. Adentro, mientras cierra con llave, sobre la mesa de noche se encuentra ahora la caja de preservativos. Baja las escaleras del edificio, se encaminará a la cantina donde se suele encontrar con sus amigos, ahí donde sus amigos, (él no, él sería incapaz) han hecho del coquetear con las meseras todo un deporte. Hoy por primera vez, él le hará un cumplido a una de ellas. Con eso despertará las sospechas de sus compañeros de vejez.
– Oye ¿te pusiste loción Ignacio? –
– Ni que estuvieras tan guapo cabrón –
– No, de verdad huele a loción, no te hagas Ignacio. –
–Bueno pues si, es que ya no aguanto el olor a viejo que traen ustedes siempre. ¡Huelen rancio muchachos! –  
Lo sabrán, habrá vuelto aquel chamaco pícaro que está dispuesto a cabulear a diestra y siniestra. Apenas después notarán también la elegante camisa que trae puesta.
– ¿Con quién te vas a ver? ¿por qué tan elegante? –
– Con tu señora – 
– ¡Ah mira qué cabrón el Ignacio! – A diferencia de otras ocasiones Ignacio únicamente tomará una cerveza, y un tequilita añejo. De ese nadie se salva, es una tradición de aquellos hombres de la vieja guardia, mínimo un tequila por noche.
Una hora después Ignacio se levantará y se marchará:
– Se la lavan cabrones. –
– ¿Qué pasó? ¿Para dónde? –
– No sean metiches cabrones, ¿qué no ven que tengo una cita? Se cuidan señores.– Saldrá de la cantina silbando un bolero, aquél de obsesión.

Los señores se verán unos a otros absortos, con una mezcla de sorpresa y alegría. No dirán nada. En amistades que duran tanto tiempo las palabras salen sobrando, todos pensarán lo mismo: “Ha vuelto, el pinche Ignacio está de vuelta.” Da igual que tan marchito aparente algo o alguien estar. Puede que se vea muerto por fuera, pero basta con que se le inyecte algo de vida, algo revitalizante, para que eso que parecía perdido vuelva a retomar color, a rejuvenecer, a sentirse vivo.

– ¡Palomita, chula, tráenos otros tequilitas y déjanos la botella! ¡que hoy estamos de fiesta chingao!  


15.4.13

Número equivocado


Una vez más sonó el teléfono, lo descolgué y volví a colgar. Estoy harto de todo el día estar descolgando el teléfono para decir amigablemente “¿Sí?, ¿Diga?” y no escuchar nada del otro lado de la línea. Por eso ahora únicamente lo descuelgo para volver a colgar. Por suerte no hace mucho ruido al sonar. Ha estado sonando toda la tarde.
 Yo aquí frente a la computadora intentando trabajar a pesar de ser fin de semana. Pero la persona en cualquier lugar que se encuentre tiene mucha paciencia y mucho tiempo libre. ¿Qué es lo que quiere y quién podrá ser? Me pregunto mientras lentamente doy por vencidas mis ganas de trabajar y mi buen humor. ¿Para qué tantas ganas de joder? Comienzo a hacer memoria, ¿hay alguien que conozco que viva en un lugar apartado? ¿o que se haya ido de viaje? El número que aparece en la pantalla no lo conozco, solo sé que no es de por aquí cerca, es más, pienso que es de otro país. Pues qué güey, si quiere pagar llamadas de larga distancia para hacer sus bromas, que lo haga. Y es por eso mismo que me he decidido a contestar el teléfono, ahora que está sonando de nuevo. Hagamos que le cueste un poco de su dinero así como a mi ya me costó la paciencia.
– Sí – contesto.
– Buenas tardes – dice una voz en inglés – estamos listos.
– Ya era hora, cabrones – digo decidido, por mi enojo, a ver hasta dónde llega esta conversación. Y repito. – Ya era hora.
– Sí señor, sabemos que hubo inconvenientes pero los pasteles están listos para ser entregados. Disculpe las molestias que le ocasionamos. – ¿Pasteles?, pienso, ¿de qué se trata esto?
– Muy bien – continúo – ¿son todos en los que quedamos?
– Sí, los cuatro que habíamos dicho. Los muchachos los llevaron ya a las plazas donde van a ser las fiestas. 
– Muy bien, muy bien – digo lentamente sintiendo algo de nerviosismo por tantas palabras en clave.
– Le hablaremos al otro número cuando estemos del otro lado. Que Dios nos dé fuerza.
– Que Dios nos dé fuerza – repito, sintiendo cómo el corazón se me quiere escapar del pecho. Lentamente me doy cuenta en lo que me metí por mi enojo y por seguirle la corriente a aquel desconocido terco que me habló desde el extranjero.
La linea está muerta, la conexión fue interrumpida. Me quedo con la mente en blanco, mirando a la nada, con el teléfono en la mano.

Vuelve a vibrar, miro el número, es otra clave. Es una llamada pero de otro país, con sudor frío contesto
– Si
– Líder, estamos listos, cuide a mi familia. ¡Que Dios nos dé fuerza! – se corta la comunicación. Inmediatamente vuelve a sonar mi teléfono, alguien vuelve a marcar a mi  número que tengo desde hace años y me vuelve a decir lo mismo e inmediatamente cuelga. Así sucede en un total de cuatro ocasiones en menos de dos minutos.
¿Qué hice? ¿Qué está pasando? Si este número es mío, nadie lo tiene, mas que mis amigos que me buscan de vez en cuando para salir a beber. Raramente me llaman del trabajo. No lo entiendo, pareciera que de la nada me involucré en algo grande, algo muy grande. Y lo peor es que ni cuenta me di.

Prendo la televisión y no tardo en darme cuenta: Muertos, tantos muertos y un total de cuatro explosiones.