30.7.11

El antagonista

El cenicero de cristal ha quedado sucio. Las cenizas aún sueltan algo de humo que sube a unirse con el resto proveniente del cigarro. Suelta la bocanada, más humo que se une para enturbiar el cuarto. Pasea la lengua por la comisura de sus labios, sonríe levemente. Se talla el mentón antes de llevar la mano de nuevo a la carpeta. Las luces tímidas traspasan el cenicero. Los vasos con un líquido oscuro, en el cual nadan hielos, fragmentan la leve estela de luz. El escritorio es de caoba, antiguo, tallado muy finamente. Encima de él hay varias carpetas, libros y papeles. Sobre una, sobre esa misma que desde que el protagonista entró, el antagonista ha recargado la mano, dándole a entender “es mía, la información es mía, si la quieres ven por ella”. Los ojos no se le ven, no es necesario, sus gestos son exagerados, uno sabe, uno los va a entender, debe de entenderlos. Hasta ahora tampoco han intercambiado palabra alguna. Aún no hace falta.
Las manos del protagonista, las manos se aferran a la mesa de madera tallada, parece que tiene miedo. Brillante actuación. Brillante como la esclava de oro que lleva en la muñeca derecha. Levanta las manos, se notan las marcas de humedad dejadas sobre la madera, desaparecen lentamente. Busca en los bolsillos de su saco azul, no encuentra lo deseado, cambia de bolsillo. Se escucha la tela fina al tallarse, restregarse contra el pantalón, contra el sillón de piel negra en el que está sentado. No lo encuentra. Comienza a vaciar bolsillos: billetera, encendedor, pluma, agenda, paquete de cigarrillos. Todo está ahora sobre la mesa. A unos cuantos centímetros se escucha el tamborileo, el tamborileo hastiado de la mano del antagonista sobre la carpeta. Está aburrido, cansado, no bosteza, bostezar sería una mala idea, daría una mala impresión.
Él, el antagonista, es el que tiene el control de la situación. Eso debe de quedarle claro a todos, por eso un bostezo sería una mala idea, pero los ojos los tiene entrecerrados mirando fijamente a ese que es el protagonista. Suelta un suspiro exagerado, toma el vaso, se escucha el tintineo de los hielos. Le da un sorbo y suelta una risa burlona. Se remoja los labios. Una mueca de hastío, de incomodidad invade las facciones de aquel de saco azul, sin tener nada mejor que hacer, por la incomódidad, por el no saber como actuar, se acomoda la corbata amarilla con vivos azules. La mano recorre la corbata, la apega más a su pecho, a su camisa azul, éste es un azul más tenue que el del saco. Del fondo se escuchan tosidos y un teléfono que comienza a sonar “¡shh!”
Las cosas siguen sobre la mesa: billetera, pluma, agenda. El paquete de cigarrillos vuelve a la mesa, aventado por aquel de mueca burlona. Ha tomado uno de los cigarrillos del protagonista y utiliza su fino encendedor, pero este no lo devuelve, lo guarda en uno de sus bolsillos y así nos damos cuenta que en uno de ellos el antagonista lleva metal, trae un arma.
Para utilizar el arma hay que hablar primero, tiene que llevarse a cabo una encarnizada discusión entre estos dos personajes. Eso no va a ocurrir. Ambos siguen bebiendo, fumando y mirándose con desdén.
Los responsables en la oscuridad, no se ven sus facciones marcadas por la extrañeza y la desesperación, no saben que hacer, no comprenden lo que sucede. Darán por concluida la función. El telón de terciopelo rojo se cierra, las tenues luces se apagan. El público abuchea, mientras aquellos personajes siguen bebiendo, mirándose con odio.


“Tienes que odiarlo de todo corazón, él tiene lo que tú quieres. Él es el protagonista, tú el antagonista. Tienes que llevar esa rivalidad a otro nivel, al público le tiene que quedar claro que no se soportan.” Fueron las palabras del director. ¿Cómo llevar la rivalidad a otro nivel?, había pensado. ¿Cómo humillar a ese que tengo que odiar de todo corazón? La respuesta no tardó en llegar. Habría que desarmarlo. Lo despojó el arma principal de un actor sobre la tarima:
la palabra.
Los diálogos y monólogos del protagonista los llevaba, sustraídos clandestinamente, desde hace meses en una carpeta que no había dejado desde ese entonces ni por un instante desatendida.

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