18.9.12

Fotografía


Un vaso vacío, una flor marchita, un periódico amarillento desordenado tirado en el piso. Un atardecer con el sol luchando con las nubes. Una música de violín, lenta, triste, moribunda. Una copa de cognac, un cigarro que se apaga, una brasa que revienta. Se fue acercando lentamente a aquella cámara lejos de toda realidad. Se fue dejando llevar al centro de ese lente. Donde la realidad se convierte en ficción o mejor dicho al revés. No se sabe bien, y menos cuando uno salta tanto de un lado al otro del lente. En algún momento uno perderá la orientación. Se transporta lentamente, se refracta su ser al atravesar ese cuerpo convexo. Todo su potencial se proyecta, sus opciones, sus potenciales, sus posibilidades, rojo, amarillo, verde, azul, violeta. Cinco variantes de sí mismo. 
Se vuelven a sumar, a complementarse y van a parar a esa placa, a ese sensor. Queda plasmado, la luz lo atrapó en esa placa. Un prisionero más, uno de los suyos más que se queda atrapado, una fracción más de su pasajera existencia que se repetirá eternamente, hasta que alguien se apiade de los prisioneros. Este personaje en específico se quedará triste de por vida, repitiendo una y otra vez: El periódico no lo podrá leer más, del coraje ya lo había aventado al piso, el cognac no se puede beber, se podrá oler y admirar de por vida pero la copa esta aún sobre la mesa. Su mirada será la que más sufrirá, observaba y por lo tanto observará el atardecer, como esos rayos de sol resplandecen por los resquicios de las nubes. Quedará ciego al no poder apartar la mirada del astro rey retratado.
Por último la brasa que revienta insistentemente en la chimenea, que no se escuchará tanto por esa música de violín eterna, puede que sea lo que algún momento lo alivie de esa tortura eterna, de esa prisión, pues el fuego es lo único que puede terminar con las vidas atrapadas en esa y en todas las fotografías.

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