21.5.10

Historia de barrio I

Todavía andaba en calzones, se rascó la entrepierna y se dejó caer en el viejo sofá de la sala. La televisión ya estaba prendida, acababan de dar las noticias y estaba por comenzar esa rara clase de programas en la que los conductores parecen divertirse más que los televidentes y que duran mínimo un par de horas. No le inmutó en lo absoluto que comenzara ese programa donde las conductoras bailan con muy poca ropa antes de cada pausa comercial, de por si, esa fue la única razón por la que no cambió el canal. En ese hogar como en muchos otros la televisión había dejado de ser distracción para pasar a ser compañía: El aparato no habría de apagarse hasta la hora de dormir.

Prendió un cigarro, el viento movía las derruidas cortinas. Las rejas de la ventana arrojaban una sombra irregular sobre la sala. Abrió su chela mañanera y la acompañó con el cigarro. Las cenizas las fue guardando en un papel. Fue hasta una cómoda y abrió un cajón. Era el cajón de la chamba. Donde guardaba todo sus instrumentos necesarios para laborar. Tenía todavía la escuadra 45 que le habían regalado, cromada con cachas de nácar. Nunca la había utilizado y no la pensaba utilizar en un futuro próximo. Sacó una caja de balas calibre 38 y la puso en la mesita de la sala junto a la chela y el papel con cenizas. Del mismo cajón sacó una franela. Deshizo el bulto y observó el viejo y oxidado revolver que le habían organizado en el mercado. El arma ya estaba quemada, le habían dicho. Cerró el cajón y se volvió a dejar caer en el sofá. Le dio un último y largo trago a su chela mientras disfrutaba del cachondo vaivén de las caderas de la televisión. Salió de su trance en cuanto empezó un comercial de píldoras para inhibir el apetito.

Tomó la lata de la cerveza y la abolló. En la abolladura le empezó a hacer agujeros con un alfiler. Sobre la mesa había una bolita de papel aluminio, la tomó y la deshizo. En ella había unas tres piedritas blancas. Tomó una y la comenzó a deshacer encima de la ceniza, después repartió la mezcla en la abolladura. Tomó el encendedor y fumó de la lata. Se relajó.

Después de varios minutos tomó la caja de balas y la vació sobre la mesa. Ese era un ritual suyo, empezó a mover las balas sobre la mesa como si estuviera haciendo la sopa en el dominó. De esa forma elegía la bala, o en su caso las balas adecuadas para el trabajo. Ese día sabía muy bien que más de dos no le habrían de hacer falta, pero tenían que ser las adecuadas. Siguió moviéndolas sobre la mesa, cerró los ojos e intentó sentir cada una de ellas, intentó diferenciarlas, identificarlas. Una la sintió más cálida que las demás, esa la guardó en su puño. Poco después se decidió por otra. Tomó el revolver, lo cargó asegurándose que la bala cálida fuera la primera en ser disparada. Normalmente prefería irse a la segura y llevaba hasta dos pistolas y un puñal cuando tenía que llevar a cabo un encargo, pero en esa ocasión no iba a necesitar de más de dos balas, era una de las chambas más fáciles que habría de hacer jamás. En el sentido práctico.

CONTINUARÁ

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