Crucé la calle antes de llegar a la esquina, llevaba prisa. Apenas me había dado tiempo de comer algo antes de regresar a la oficina. Los autos se me venían encima, hube de dar unas zancadas para bajar de la calle a tiempo. El sol pegaba y todo su calor rebotaba en el pavimento, sentí como la camisa se empezó a humedecer con el sudor. Me sentí bastante incómodo. Estaba todavía a una cuadra de la oficina, reduje mis pasos, intenté cobijarme en la sombra. Me noté exaltado. Me detuve por completo frente a una tienda de discos, ahí me quedé un par de minutos intentando serenarme, la música estridente no me ayudó mucho. Recargado en una pared, respirando profundamente, inhalando, exhalando, una y otra vez, me pareció verlo entre las masas, observándome. Me fije bien y no había nadie.
En los últimos meses mi estado anímico se había venido abajo, yo a quién antes calificaban como alguien muy centrado, responsable y hasta cierto punto calculador, se había convertido en cuestión de semanas en un manojo de nervios. Había llegado a pensar que este padecimiento estaba ligado a mi nuevo empleo. Me había tenido que mudar a la capital, el único lugar que conseguí para vivir quedaba a hora y media del centro, y la oficina quedaba, sí así es, en el centro mismo de aquella urbe. Día a día tenía que transportarme en camión y en metro para llegar a la oficina, donde se esperaba que rindiera el doble de los panzones que llevaban años ahí, pero recibiendo sólo la mitad de su paga.
Pero no es verdad, no es verdad que mi afección haya empezado a la par de mi trabajo, empezó después. Recuerdo, disfrutaba mi trabajo, disfrutaba esa aventura de comenzar algo nuevo en un lugar nuevo, y siendo sinceros no se puede decir que me aquejara un mal. La salud no me fallaba, el dinero era el suficiente, tenía familia que se preocupaba por mí y llamaba por teléfono, en la ciudad me hice rápidamente de nuevos conocidos y de nuevas amigas. Todo marchaba mejor de lo que imaginé. Hasta el día en que una de mis amigas me quiso secuestrar, tuve suerte de poder escapar, aunque únicamente con los calzones puestos, tuve que comprar de alguna forma ropa en un tianguis, unos pantalones deportivos y una camiseta pirata de las águilas del américa. Le prometí al vendedor que después los pagaría.
Desde ese día todo empezó a decaer.
Me moví de la tienda de discos a la papelería que quedaba al lado. Compré algo de beber. Al momento de pagar me quedé congelado. Debajo de mi camisa había un gusano que se comenzó a deslizar por mi espalda, lo sentí como se movía, sentí su forma, sentí su humedad bajando poco a poco, me agarré del mostrador mirando fijamente los lápices de dibujo y las escuadras, aguantando el grito que quería explotar en mi garganta. Las calcomanías de caballos y ponis se grabaron en mi mente, la crin de color negro de un poni pinto que parecía un emo y me miraba de reojo, mientras me tuve que morder el labio para no gritar. Se deslizó poco a poco, se tomó su tiempo y apreté más las manos agarrando la estructura de metal. Cuando estuvo cerca de la cintura solté varios golpes donde lo sentía y me sacudí violentamente.
Me fui de prisa a la oficina, y me metí al baño, me encerré en un retrete y me quité la camisa. La revisé para ver si encontraba manchas de un gusano aplastado o algo por el estilo, pero solo había manchas de sudor. Me volví a vestir y salí.
– ¿Qué pasó novato? ¿Te cayó mal la comida? –
Era uno de los panzones sobrepagados. Me dio una alegría enorme verlo.
– ¿Qué pasó Manuel? Sí, creo que sí. – respondí y me dirigí a mi escritorio.
CONTINUARÁ
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