28.5.11

Crónica callejera

Hubo una vez un infante que se hizo hombre, un engendro que se hizo maravilla, una muerte que dio lugar a nueva vida. Esto a mí no me tocó vivirlo. Me lo han contado y sí, soy tan ingenuo que lo he creído, y no únicamente eso, sino que he llegado a ser parte de esa maquinaria propagandística y lo he empezado a recontar. La historia no es nueva. Tiene meses. Pero dicen que antes de esta historia hubo otra, una más antigua. Una historia de hace años. Las dos son un poco parecidas.
Esta historia, la nueva, revolucionó la forma en que uno creía la anterior. Las historias evolucionan, no así los libros, esos son novelas, poemas, dramas, ensayos, y una vez impresos no cambian ya. Yo hablo de las anécdotas, los chismes, los chistes, lo que uno le plática al conocido en el camión, de lo que uno habla en el taxi con el chofer para hacer el trayecto más pasajero. Las historias cotidianas, a las que uno recurre para no sentirse tan jodido como el prójimo: “Puede que yo no tenga dinero ni casa propia, pero ese al que se le murió el hijo sí que está jodido...” Estas historias son armas de doble filo, uno tiene el derecho de, al contarlas, reservarse el derecho de aclarar si se trata de fantasía o realidad. El que la escuche, el que la crea es responsable de sus actos. Si cree que es un hecho verídico allá él, si dice que se trata de un invento pues mejor. Lo que él haga después con la historia es su problema. No se puede decir que sea su responsabilidad, uno va a hablar y a hablar sin ponerse a pensar en las repercusiones de las palabras, del peso de éstas pues. Por eso yo hablo y hablo, porque no me importa. Esto lo voy a decir una sola vez, lo que voy a contar es la verdad, pueden creerme o no, allá ustedes, es su problema. No porque no me crean voy a dejar de hablar.

Como decía, hubo hace poco un infante que se hizo hombre, que apareció en las calles, de la nada como si los botes de basura y los túneles del metro lo hubieran parido, criado y alimentado para que, a los diecisiete, saliera a las calles con un pelambre delgado sobre los labios decidido a hacer su voluntad, a amansar a las hembras callejeras y a guiar a todos por su camino, el camino maltrazado de la callejera transitoriedad.
Pronto ganó fama, no solo no dejaba de no ser cruel, sino que tambien era un hijo de puta. Nadie sabe a ciencia cierta quién era su madre, por lo tanto no sabemos si en realidad era una piruja. Pero lo que sí se sabe es que podía llegar a ser cruel y un hijo de puta.
Se hizo fama de ayudar a los suyos y joder a los demás. Les robó a los que tenían para darle a los que necesitaban. Intentó crear igualdad en estas calles. Dicen que al enfermo lo curó, o que por lo menos le alivió el dolor. Aunque si me preguntan mi humilde opinión yo diría que lo curó por completo, a ese muchacho que, repito, según mi humilde opinión se llamaba Andrés, Andrés el dadivoso. Originario de los cerros afuera de la ciudad, llegó a estas calles con un rico cargamento de polvos, ungüentos y yerbas medicinales. Con resultados mágicos, aliviantes, energetizantes según lo que quisiera el cliente. Pero bien es sabido que las virtudes de uno pueden ser tomadas como defectos por otros. Ese fue el caso de Andrés el dadivoso, las cuentas no salían con su distribuidor, Andrés regalaba mucho, por eso es que un día amaneció con dos heridas en el abdomen. Una bala estaba en el estómago, la otra en el riñón. Y este infante hecho hombre, que había surgido de las calles, cuyo nombre varia según cada historia, pero que según mi opinión no merece ser nombrado, porque no fue alguien de este mundo, llegó y curó a Andrés, Andrés el dadivoso quien ayudó a tantos en sus momentos de debilidad, lo curó únicamente con la ayuda de una estopa y gasolina.
Se dice tanto de este hombre del que no se sabe a ciencia cierta qué mujer fue su madre. Ni si tenía, porque muchos decían que no tenía madre. Pero esas eran puras calumnias, calumnias vertidas por los adinerados locatarios de la estación del metro “las delicias”. Todos esos gordos y gordas que exprimen a cualquier usuario que se deje. Los locatarios materialistas que gozan de una vida de comodidades y riquezas. Día a día disfrutan de una vida holgada, muchos se despiertan a las cinco de la madrugada para a las seis estar en su lujoso local donde atienden, en ocasiones de muy mala gana, a la gente de bien que tienen que tomar el metro para llegar a su trabajo. Estos desdichados locatarios no se mueven de su maldito local, los haraganes no hacen otra cosa más que quedarse ahí metidos todo el santísimo día sacándoles el dinero a la gente de bien. Al final de la jornada cuentan una y otra vez la fortuna que hicieron sacando de bolsillos ajenos. Luego regresan a sus mansiones no sin antes haber pasado a comprar lo necesario para prepararse para un día más de “trabajo”.
Esos locatarios, de los que hablo, son los que, al malpreparar en la noche la comida que ofrecen en sus locales, crearon el rumor de que el infante hecho hombre no tenía madre. “Ese hijo de puta no tiene madre” dijeron. Sí, es verdad. Ellos mismos también comentaban que si es que la tenía, era una piruja.
Esos desdichados comenzaron a calumniar porque en una ocasión este héroe callejero tomó un poco de su gran fortuna para repartirlo con los que nada tienen. Bueno, puede ser que hayan sido varias ocasiones. Pero eso poco importa. Les pidió una cooperación para con los necesitados y ya que no le dieron nada se la tuvo que tomar a la fuerza. Usó las monedas conseguidas para comprar ungüentos, polvos y yerbas para los enfermos que tenía entre sus seguidores. El mundo es demasiado malo para que haya personas como éstas en él. Cuando hay un alma caritativa, una persona dispuesta a cambiar el mundo, el mundo la destruye. Esto fue lo que le sucedió, acabó siendo un mártir. A mí me hubiera gustado conocerlo en persona, pero no tuve la fortuna, lo expulsaron de esta vida demasiado pronto. Los represores de este mundo, incitados por los adinerados locatarios, llegaron un día a buscar a nuestro héroe. Enfundados en armaduras y protegidos por escudos transparentes, llegó un grupo de guerreros cobardes que solo en grupo se atrevieron a acercársele. Él, para demostrar su disgusto y el poco respeto que les tenía les escupió una y otra vez. Los cobardes se le fueron encima y con escudos y palos lo empezaron a golpear hasta que subió al cielo. Ya no se movió. Una de las hembras callejeras que era parte de su sequito se abrió paso para despedirlo con un último beso. Esa hembra, que si estoy bien informado, según mi humilde opinión, se llamaba Susana la fogosa. Susi lo despidió con un tierno y muy triste beso en esos labios con el fino pelambre.
Con ese beso la fogosa mató al hombre y le dio vida al mito. El mito en el que yo creo, desde hace un mes.

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