Las gotas caen lentamente, cortando el aire. Chocan y se rompen, salpican la ropa. Una a una, de tarde en tarde. Esconde la caja debajo de la camiseta. Corre, busca refugio, las gotas le siguen salpicando las prendas. Un relámpago se ve a lo lejos. El tamborileo de las gotas relaja, si no fuera porque cada una de esas gotas mojan un poco más, más y más y un poco más. El trueno retumba, el cuerpo tirita, el viento cala hasta los huesos, pero lo único que importa es el cartón. La cajita escondida debajo de la ropa, la que podría darle calor. Pero ya se ha mojado. Los cabellos mojados embarrados sobre el rostro. Las gotas ya no salpican, sino que se unen. Agua que se encuentra con más agua. Hojas que se quiere llevar el viento, ramas de árboles que se resisten a ser arrancadas. Un constante forcejeo que si bien el viento no, el agua sí gana.
Lentamente caen las gotas, lentamente cae el agua, lentamente no porque sean pocas las gotas sino porque el tiempo transcurre lento bajo estas condiciones. Bajo esta lluvia, con las ropas empapadas. Está debajo del árbol. El agua gana esta batalla. Oponerse a ella es inútil, mojará las ropas, enfermará los cuerpos, destruirá el cartón. Esa caja, debajo de esa camiseta húmeda, se ha mojado. Siente las paredes de la caja suavizadas, se da cuenta de cómo sus manos apachurran el material, como deforman y rompen la celulosa.
Agua que se encuentra con más agua, agua salada que se encuentra con agua de lluvia. Llora.
Lo que habría de calentarlo no lo hará, la caja y su contenido ya no sirven de nada. Se enfermará y nada de esa caja lo podrá ayudar. No sirve ya.
Irá a su casa y no sirven ya. Irá a su casa y pasará frío, y comerá frío, si es que come. Puede que sus padres por pura frustración le rompan la cara, por tonto, por inútil, por buey, por no evitar que se mojaran los cerillos. Los cerillos con los que habrían de prender la leña del hogar.
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