La verdad no hay mucho que contar. La vida sigue su curso. Su constante dia a dia. Lástima que no haya algo que alegre como antes. Este pueblo se viene cada vez más a menos. Ya ni el circo llega errante de vez en cuando a estas calles. “Circo” si es que se le podía decir así a la camioneta vieja del viejo barrigón con sus perros, gallinas y cerdos amaestrados. Unos dicen que murió, otros dicen que se fue a la ciudad. Así como del barrigón, hay de cientos de los que ya no sabemos nada. Cuántos se quedaron por acá cerca, cuántos se fueron para otros rumbos. Nadie lo sabe. Sólo sabemos que sobra espacio. Mucho espacio. El mes pasado hubo inundaciones de nuevo, de ahí quedamos todavía menos. Cada vez menos. Doña Carmen no amaneció, se había cansado de esperar que regresaran sus hijos. El marido no habría de regresar nunca más desde que había descubierto a la puta fina del pueblo vecino. La rusa, como le decían, aunque en realidad fuera del norte del país y se hubiera teñido el pelo de rubio.
Doña Carmen estaba en la casa que le quedaba demasiado grande desde hacía años. Sobraba el espacio y el tiempo. Lo mataba encargándose de las gallinas que nadie se habría de comer. Que morían de viejas, en el patio de tierra que se encontraba detrás de la casa. Cuando la inundación pasó, ya no había nada. Ni siquiera se encontraron los cuerpos de gallinas ahogadas, sangoloteadas por la corriente. Es como si a la hora de la verdad las aves hubieran abandonado a Doña Carmen, como si se hubieran marchado al igual que sus hijos, al igual que su marido, y la hubieran dejado sola en su final.
El cuerpo de Doña Carmen apareció solo y abandonado en el lecho de lodo. De ahí se nos fue alguien más, de los pocos que quedamos.
Por lo menos la corriente se llevó la casa de la Doña, nos hizo el favor de llevarse los recuerdos. Uno menos de los tantos santuarios que recuerdan a los que ya no están, a los que partieron. Uno menos de los cascarones vacíos de existencias que no sabemos si llegaron con bien o si ni llegaron. Tantas casas abandonadas en este pueblo, llenos de recuerdos ambiguos y de animales ponzoñosos. Los hogares donde habitaron los viejos ermitaños, los que se quedaron a cuidar, a esperar, y así murieron, esperando, cuidando una casa que yace abandonada, que ahora ya no es nada.
No nos hacía falta una más. Si de por si ya abundan las casas donde solo se ven las sombras, donde un viejo o una vieja con vela en mano recorre en nostalgia su hogar de antaño, prisión de hoy.
Cada vez son más los hogares en el olvido, hogares que simplemente pasan a ser ruinas.
A este pueblo se lo están comiendo las ruinas.
Los que aquí vivimos cada vez nos sentimos más como eso, ruinas. Arruinados, antiguos, en decadencia, viejos.
Y ya no hay nada que nos alegre, ni siquiera el circo del viejo barrigón.
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