Es de noche, andando por un camino que no lo es. Pisoteando plantas ya pisoteadas. Guardando silencio con la vida, pues ésta pende de ello. Se comunican con gestos, señas, nada más. Aquel grupo diezmado que desea hacerse invisible. Pero no lo son, basta pisar una rama seca y el sudor frío reaparece, el vacío en el estómago, el miedo. La muerte más peligrosa es la que se esconde en el silencio. Y así, de la nada estira sus garras para llevarse lo que pueda. Alguien tose... o es lo que parece. Se agita y la cabeza pierde su soporte, cae hacia delante torciendo lo que queda de cuello. De la garganta fluye la sangre, combinada con gorgoteos de la desdichada vida sofocándose, hasta que muere. Nadie escuchó nada. Muerte desde la oscuridad silenciosa.
De las ganas de desaparecer, de ser invisibles, surge el pánico, el deseo de venganza. Si antes el grupo se escondía, ahora llaman la atención con detonaciones. Comienzan a disparar en dirección de la que creen que provino el proyectil que los ha diezmado aún más.
Detonación tras detonación, gritos, comandos. El jefe de escuadrón se reincorpora para ordenar: “Dos para adelante, vayan al punto de entrega, los demás escalonados los van cubriendo....” y no dijo más. Cayó al suelo sin hacer un solo ruido, mas que el de las ramas estorbando su caída.
El fuego enemigo se hizo más intenso, los soldados recargaron sus fusiles e hicieron lo que tenían que hacer: Los dos que había mencionado el jefe, los más escurridizos, comenzaron a correr, manteniéndose lo más abajo posible. Después de un par de disparos del enemigo, el resto del escuadrón los pudo ubicar para intentar llenarlos de plomo. Había que llenar de balas los dos metros alrededor de los puntos donde se veían los destellos. Pero había que cerciorarse de rociar todo ese espacio con las suficientes balas. Lentamente cesó el fuego enemigo, dos soldados se han acercado a lo que resultó ser una trinchera, se escucharon cinco disparos de pistola. Las órdenes son no hacer prisioneros. La verdad es que no se han apegado a las órdenes, han rematado al enemigo por venganza. Tres más de los propios han caído en esta escaramuza.
Después de recoger el parque de los caídos, los cuatro hombres sobrantes de aquel escuadrón han llegado sigilosamente al punto de entrega. Es una pradera en la que uno, en tiempos de paz, haría un día de campo. Uno llegaría con mantas, trastes y comida (parecido a lo cargados que vienen ellos), y después de disfrutar el prado soleado uno se refugiaría, así como aquella silueta al fondo, a la sombra de un árbol. La imagen tiene algo idílico, del otro lado del prado, donde comienza de nuevo el bosque, hay alguien sentado, recargado sobre un árbol, con las manos sobre su rodilla flexionada. El grupo se acerca lentamente, los dedos en los gatillos, aquel está en paz, no hay señales de que sea una amenaza. Parece estar ausente, con la mirada perdida en la naturaleza, relajándose mientras recarga su cabeza en la corteza.
De pronto escupe sangre, tose y se arquea mientras que las heridas se hacen visibles para los cuatro sobrevivientes que ya han llegado al lado suyo. Es uno de los dos escurridizos que debían llegar al punto de entrega. Es uno de los que ellos debieron proteger de las balas enemigas. Ahora está muriendo.
“¿Qué pasó?” pregunta uno de ellos. “El otro fue, agarró el paquete y nos traicionó...” contesta con sangre de por medio. Vuelve a toser, a escupir y todos saben, se está marchando.
“Lo vamos a encontrar, ¿entiendes? Te vamos a vengar, va a pagar por haberle disparado a uno de los nuestros. Morirá, te lo prometo.” Suelta esas palabras, mientras el otro suelta la vida.
Las ha soltado, el viento las acoge y transporta: Las palabras se las lleva el viento.
CONTINUARÁ
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