Estaba en una caja, deshilachado, decolorado. Con pasos lentos fue acercándose a esa caja que después de tanto tiempo había vuelto a ver la luz del sol. Tanto tiempo había pasado, tanto que la juventud la había abandonado. Se sentó en un banco y tomó el listón. El color marino había dado paso a un gris claro, manchado, pestilente. Apestaba a humedad. Recordó la última vez que utilizó ese listón y el vestido al que correspondía. Su hombre juguetón, su Ernesto estaba ya en la guerra en ese entonces. Sus sueños le recordaban día a día que posiblemente no lo volvería a ver, que era posible que lo destrozaran, torturaran, mataran. Era posible que la guerra lo echara a perder. Y eso fue lo que al final de cuentas pasó.
Tenía que cargar el lastre día a día de tener que trabajar, no por gusto sino por necesidad. Tenía que lidiar con aquellos que de un día al otro la comenzaron a buscar a sabiendas de que su pareja estaba peleando contra el odiado enemigo y por lo tanto suponían, podía estar necesitando un amante. Lo peor fue cuando esos dos problemas se combinaron, como cuando trabajó en el café de la plaza central. Aquel en el que el gordo seboso, dueño del local le metió la mano debajo del vestido a la hora de hacer el corte de caja.
Perdió el empleo esa noche, y algo más. De eso nunca habló con nadie. Hasta lo había olvidado, como todo lo que pasó en aquel entonces. Se obligó a olvidar. Pero en realidad se tomó el pelo ella misma. ¿Cómo se podía explicar que las personas con exceso de peso le causaran repulsión? ¿Por qué fue que cuando su hijo llegó a la pubertad lo llegó a humillar con tal que bajara los kilos que tenía de más?
Pero eso fue solo una pequeña parte de lo que “olvidó” en aquel entonces, en aquel momento que hubo de ver hacia adelante.
Sí, se decidió a seguir adelante y se juró no volver a ver lo que quedó en el pasado. Aunque sinceramente, el hecho de que guardara el vestido cuyo listón iría a encontrar muchos años después nos da otra versión de lo que realmente sucedió, no pudo soltar esos recuerdos.
Baja con pasos lentos la escalera que lleva al ático, baja hasta la sala de estar. Los cabellos plateados recogidos, los gestos desgastados. El rostro lo tiene desencajado, consecuencia de haber encontrado aquel listón. Sobre la chimenea de la casa hay una foto en un marco dorado, barroco (de esos típicos de abuelita), en ella se ve al entonces cadete Ernesto Courrier. Un rostro juvenil, con gorra de cuartel ladeada, en posición de firmes, cargando un viejo fusil. ¿Cuánto tiempo lleva ese retrato ahí? No viene al caso, en su memoria esa imagen siempre ha estado presente.
“Abuela, ¿quién es ese soldado?, ¿es mi abuelo?” Suspiró, intentó retener el llanto, y de cierta forma lo consiguió, esa criatura sangre de su sangre, su descendencia en segunda generación no notó como interiormente se resquebrajaba: “Sí, así es mijito, tu abuelo fue soldado.”
Eso ya tiene meses quizá que sucedió. El listón no lo había encontrado aún.
Aún estaba en la empolvada covacha del olvido, el recuerdo que ahora la invade. Ahí, sentada en el viejo sillón de la sala de estar, el cabello plateado recogido, el llanto suelto.
El viento jugueteaba con el listón del vestido, lo zarandeaba de un lado a otro ayudado por la velocidad de la bicicleta. Volvía de la panadería, venía cantando una chanson de un amor que supera la distancia y el tiempo. Llegó a casa, tarareando las partes que no sabía de la letra. Dejó el pan en la cocina y desde la ventana vio dos hombres uniformados.
De ahí lo demás es historia, ella esperaba que le dijeran que Ernesto había muerto, pero solo le dijeron que no sabían si estaba muerto y si no lo estaba, que de seguro era un traidor.
Era la segunda vez que se lo arrebataban. Le arrebataban la imagen ideal que tenía de su hombre niño, de su hombre juguetón. Le destrozaron el pedestal en el que se encontraba su gran amor.
Muchos años después, invocando esos recuerdos llora, llora por los secretos de la guerra, por lo que ella ignoró, por lo que se acobardó a preguntar.
Llora por la falta de certeza.
CONTINUARÁ
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