4.10.12

Las palabras se las lleva el viento IX


Por encima de él están las frondosas copas de los árboles bloqueándole la vista al cielo, un cielo que, por lo poco que ve, está azul, limpio, sin ninguna nube. Está recostado, los brazos cruzados detrás de su cabeza, escuchando los trinos de los pájaros. Son pocos los momentos excepcionales,  en los que las armas dan lugar a los cánticos de las aves. Por lo tanto son mucho más estridentes las detonaciones una vez que son retomadas por los ejércitos. 
Aún tiene la esperanza de ver una vez más a aquella paloma que sin quererlo se convirtió en su compañera durante esta travesía. Ahora la travesía continúa para ella, sola, sin ningún razonamiento de por medio, únicamente basada en el instinto. No se diferencía mucho de como la travesía de los dos comenzó al Courrier verse tomando su arma y disparándole a su compañero.

Les habían dado la orden de correr e ir al punto de entrega. Intentando esconderse dentro de lo posible corrieron alejándose de sus compañeros del escuadrón. En un par de ocasiones fueron a parar al piso. Siguieron el camino que creían saber y que por fortuna resultó ser el correcto. Llegaron al descampado indicado, pero se mantuvieron escondidos para no ser blanco fácil. 
Escucharon los motores de un avión y poco después regresó el silencio interrumpido por las detonaciones lejanas de sus compañeros. Observaron el cielo nocturno en busca de algo desconocido, y efectivamente a los pocos minutos pudieron entrever, reconocer una tela blanca que caía lentamente, resultó ser un paracaídas del que colgaba el cajón de madera. Salieron de entre los árboles por el paquete, lo recogieron y Courrier se desconoció a sí mismo. Se estaban acercando a la otra orilla del descampado, Courrier había definido la dirección y eso fue exactamente lo que despertó la sospechas del otro escurridizo. Estás yendo mal ¿qué haces?, ¿para dónde vas?, dijo la víctima y la traición comenzó. Courrier se dio media vuelta, con el paquete al hombro y fusil en mano, disparó cuatro veces. Comenzó a escapar. Dejó de usar la razón para guiarse por sus instintos.

Sigue echado sin pensar, sin hablar consigo mismo como en otras ocasiones, únicamente respirando. Sin escuchar, sin observar, sin prestar ningún tipo de atención. Cumplió su misión que era mandar un mensaje, traicionó, asesinó, se rodeó de muertos. Sacó lo peor de sí para intentar salvar lo mejor que le pasó jamás. Son estos los argumentos con los que trata de hacerse sentir mejor. Se dice que no fue tan grave el haber matado a un compañero, el haber pasado varios días rodeado de cadáveres enemigos con los que se llegó a cubrir, a los que les robó las ropas. 
El haber liberado a esa paloma, al verla levantar el vuelo hizo que renaciera en él una esperanza. Una de esas esperanzas que no se pueden explicar con palabras, es una sensación cálida en el pecho y la ilusión de que no todo está perdido. Él que ya se daba por muerto, que decía que cualquier minuto que siguiera respirando ya era ganancia, ahora se aferra a mantener su corazón latiendo. Quizás se aferra porque la muerte se acerca, quizás esa esperanza tiene como meta inyectarle adrenalina a ese agitado corazón suyo, energía para la batalla más crucial, la que decida su guerra personal, para esa que puede ser la lucha más importante, la última. No sirve de mucho el pensar demasiado, el razonar sus posibilidades, y tampoco lo hace, se aferra a su vida, su esperanza y sus instintos.

Por lo tanto, supo instintivamente que hacer al escuchar motores. “Son aviones”, se dijo, “el problema es saber de quién”. Entre las copas se identifican aviones cazas que aún vuelan en formación. Se levanta, agarra su fusil, cuenta el parque que tiene, se prepara. Las primeras detonaciones se escuchan a lo lejos mientras el rugir de los motores se agudiza, seña de que los aviones van en picada. Las ametralladoras comienzan a rafaguear, el sonido es inconfundible, y algún disparo de fusil se une a las demás detonaciones. Lo singular de esos disparos es que provienen de muy cerca de ese bosque, la distancia no se puede calcular muy bien pero bien podrían venir de atrás de él. Escucha su idioma y en un principio no sabe si ir en busca de las voces que lo hablan o alejarse, aunque eso signifique escapar en dirección de la batalla donde los aviones no dejan de volar en picada, disparar lo que puedan, ganar altura, dar media vuelta y repetir la operación. Una bala impacta en el tronco de un árbol que está a un máximo de un metro de él. Se deja caer, se arrastra como un gusano acercándose cada vez más a la batalla. Detrás de él vuelve a escuchar su idioma: “Cuidado, si hay uno va a haber más, no son tan estúpidos como para andar solos en este bosque.” Al arrastrarse mira el color de las mangas del uniforme que trae puesto, lo había olvidado. Está vestido como un enemigo. Enemigo de aquellos que hablan su propio idioma, porque para él todos son enemigos. Se dividen, lo tratan de rodear mientras él se sigue arrastrando. “¿A dónde vas hijo de puta? Te tenemos unos regalitos.” “No entiende el imbécil, igual podríamos desearle lo mejor y pensaría que le estamos deseando la muerte.” Reconoce las voces, no solo el idioma sino que también las voces, pero las voces aún no lo han reconocido a él. Cae en pánico, es su escuadrón, son los cuatro hombres que sobran. Se reincorpora y dispara en dirección de dos de ellos antes de soltarse a correr hasta un árbol grueso, se cubre detrás de él. Ganó unos cuantos metros de distancia con los cuales ya no lo pueden rodear tan fácilmente y con los que él puede ahora disparar contra sus ex-compañeros. “¡Hijos de puta!” grita, y a más tardar ahora lo saben por el idioma. “Courrier, ¿eres tú maldito traidor? Con mayor razón vas a morir, ¿sabes cuánto tiempo hemos estado como perros buscándote? ¡Morirás!” Los cuatro descargan en sincronía la munición de sus fusiles sobre el  árbol, detrás del cual se refugia este escurridizo. Agazapado esperando que las balas no atraviesen la madera, descubre lo que puede ser su salvación: A aproximadamente cien metros hay una trinchera de los suyos, de los del uniforme que trae puesto, con una ametralladora que no deja de escupir balas. Han llegado al lugar de la batalla. Tendrá que unirse a ellos si es que quiere sobrevivir. Tiene que llegar a esa trinchera, refugiarse con ellos y luchar con ellos, esperando que los aviones que atacan incesantemente sean de su bando. Recarga su fusil, grita para llamar la atención de los de la trinchera. Se vacían los cargadores de su verdugos, tienen que recargar. Ernesto Courrier aprovecha y comienza a correr con todas sus fuerzas, su vida pende de un hilo.
Un hilo color azul marino.

CONTINUARÁ

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