15.2.12

La montaña de papeles

Todos los papeles parecen venírsele encima. En ese escritorio viejo está la montaña de notas y papeles que amenaza con desbarrancarse. Ya se dio por vencido. El orden de esos papeles es nulo, inexistente. Perdió desde hace tiempo la oportunidad para ordenarlos. Ahora intenta hacer lo mejor de su precaria situación. Recoger el escritorio no es una opción. La primera vez que se vio involucrado con una estampida de hojas, las cuales fueron a parar hasta el pasillo, alejándose así de su cubículo, fingió un grave malestar estomacal y se fue a casa.

De ahí en adelante le pareció cada vez menos posible recuperar el orden, y hasta se dedicó a perderlo cada vez más. Las hojas que llegaron a caer fueron destruidas, da igual su contenido, minutas de la dirección, tablas de la contaduría, dibujos del hijo: Todo, una vez que pierde su lugar en el escritorio es basura, y es tratado como tal.

La única diferencia entre su vida antes y después de la preocupación es el alcohol. Mucho tiempo se preocupó por mantener el orden por no poder encontrar lo que buscaba, ese documento imprescindible para la culminación del negocio.
Perdió muchos negocios, perdió el respeto. Pasó de ser uno de los líderes a la mascota de la empresa. Aquel que encerrado en su cubículo silba “árboles de la barranca” sentado frente a lo que alguna vez fue su escritorio. Dos veces por día recoge y aspira, únicamente el suelo, eso sí. Los papeles que caen son los únicos que recoge. En una ocasión cayó la foto de su mujer, también fue tratada como basura.

Sus días están contados, pero mientras su tiempo se termina sus colegas le hacen perder el tiempo pidiéndole documentos específicos. 'Oye', le dicen, '¿tienes los papeles de ventas del mes pasado?'
Deja de silbar, se levanta de su silla y meticulosamente empieza a remover papeles. Busca en todas direcciones, pero pronto se desespera y comienza a removerlos descuidadamente. No tarda mucho hasta que una avalancha cae al suelo. Los colegas explotan en júbilo. Las carcajadas no se hacen esperar.

Lo dejan solo en su cubículo de las excentricidades. Por lo menos para eso sigue sirviendo, para entretener a los colegas.
Con resignación recoge las pérdidas, se mueve con cansancio. Hubo durante unos instantes vitalidad en su rostro: mientras silbaba. Ahora se ve más cansado que nunca, de luto, estropeado por sus papeles perdidos, por los papeles caídos. La verdad es que ya ninguno de los papeles que le llegan son de importancia aunque los seguirá tratando como si la tuvieran, los seguirá cuidando, velando por ellos: evitando que caigan, que se ensucien con el suelo. Algunos de esos papeles si tienen y seguirán teniendo importancia, pero son los que menos intenta buscar. Busca los periódicos actuales, pero ignora papeles tan importantes como los del divorcio y los de la indemnización de la empresa.
Ya lo despidieron, pero alguien tiene que seguir cuidando la montaña de papeles.


3.2.12

Marcado

La nieve cae
el frío cala
la piel se abre, sangra,
se marca.
El corazón tiembla, se detiene....
por instantes.

Hoy cambia todo,
de la piel al corazón,
algo echa raíces en tu ser, en tu mente, en tu cuerpo.

Después de hoy ya no serás el mismo,
hazte a la idea, acéptalo:
A partir de hoy estás marcado.

16.1.12

La oscuridad

“Todavía tengo mucho por hacer, mucho que conseguir. Tengo que ir de compras, comprarle su regalo a mi mamá. Quería ver como le hago para seguir viendo los canales de paga, que ya se acabó la suscripción.” Pensamientos tras pensamientos. “El Luisito realmente es malo para el fut, habría que jugar más con él, decirle a sus hermanos que practiquen más con él. Es malo pero le encanta el juego. Con el fútbol se olvida de los problemas.”
La cabeza le sigue trabajando y desde hace rato que debería de haber parado, pero no puede. “Ah caray, que mi Dianita. Como la quiero a mi gordita. Me acuerdo esa vez que la vi por vez primera, con su vestido blanco con flores rojas. Andaba en el mercado con Doña Consuelo. ¡Qué guapa se veía! Llena de vida, su piel morena, sus ojos oscuros, lanzándome miradas cada que Doña Consuelo no la veía. Sí, yo ayudaba en ese entonces a mi tío Joaquín. Él me enseñó a matar pollos, luego borregos, luego cerdos y así fui aprendiendo...
Con él trabajaba en su carnicería, a donde iba a comprar la señora Consuelo, con su hija Diana, que en algún momento se habría de convertir en mi mujer, en mi señora.”
Los pensamientos se visualizan en la oscuridad. Una oscuridad que de forma sospechosa se alarga más de la cuenta. ¿Acaso está inmerso en una noche larga, intensa, nebulosa? ¿Una mañana tormentosa, nublada? Su cuerpo pesado, agotado, se resiste a incorporarse donde quiera que esté. Está tranquilo, reposando, recordando.
“Un día llegó llorando mi Dianita, no le llegaba y fue al doctor. Regresó sabiéndolo: estaba esperando. '¿Cómo le vamos a hacer gordo? ¿De qué vamos a comer?' Si doña Consuelo, igual, de haragán no me bajaba, no le iba a llegar a pedir dinero, ni tampoco iba a dejar que mi gordita lo hiciera. Seguí trabajando con el tío Joaquín y buscaba otras oportunidades para sacar adelante a los míos. Eran los tiempos en los que si alguien buscaba a alguien para que hiciera cualquier tipo de trabajos, me llamaban a mí.”
La oscuridad se calienta, pero el cuerpo no reacciona. La oscuridad sabe a polvo. Hay zumbidos perdidos que aparecen en la penumbra. ¿Qué, se quedó dormido en el botanero? Es el refrigerador de las cervezas zumbando por el creciente calor? ¿Por qué sigue en la oscuridad? La oscuridad que él conoce es fresca y con brisa, no caliente como un horno.
Ese ha sido el único gran problema que han tenido a lo largo de los años: su gran afición por el botanero. Botanero “La sensacional morocha”, del que cada tres de cinco visitas salía a gatas. Fue el único conflicto que tuvo con Diana, aunque ese conflicto por poco provocó su separación.
Eso pasó en los peores tiempos que llegaron a tener. La razón era sencilla, el dinero no alcanzaba para el gasto, y si ya de por sí no alcanzaba, entonces porque no malgastarse el poco dinero en trago.
Cuando empezó con su nueva chamba lo pusieron en su lugar. “Si le vas a entrar a esto, no nada más tienes que chingarte trabajando harto, tampoco puedes andarte por ahí paseando haciendo puras pendejadas,” le dijeron. En un principio “Dianita se alegró de que le bajara de boloñas, y de que empezara a haber más dinerito en la casa, de pronto nos empezó a ir bastante bien.”
Si pudiera sonreiría, no lo sabe pero no puede, aún así lo intenta.
“De ahí tan bien me llegó a ir que pude ir con la familia de vacaciones al gabacho.”
Los pensamientos se comienzan a trabar, ya no fluyen con tanta frescura por su aun despierta mente.
Zumbidos, por un lado, cerca, por el otro más lejos. El calor asfixiante en una oscuridad que no se disuelve, que no abre paso a un poco de luz.
Escucha un zumbido insistente que pasea por encima de él. Atraviesa frente a él, se acerca y para justo frente a su rostro. Hay otro zumbido que de pronto comienza a un lado de su oído derecho. Para de nuevo, camina un poco, se limpia las patas, las alas, deposita sus huevecillos en la oreja, por los dobleces sale caminando para alzar de nuevo el vuelo y unirse a un centenar de moscas que se ha empezado a juntar desde el amanecer.

“Y pensar que todo empezó por la carnicería del tío Joaquín. Al final yo era nada más que un chalán, ni la hacía de halcón. Me dijeron ' Mira, la cosa es bastante sencilla, necesitamos a un vato que nos transporte algo de merca y dinero entre nosotros y los menudistas.' No era nada mal trabajo, no era nada fuera de lo normal. Hasta que se enteraron de la carnicería.”
Sangre seca, carne cruda, reventada, destazada, quemada, atada. Ejecutada.
“'Oye, el jerry me dijo que eres carnicero, ¿en serio? Te tenemos una nueva chamba, necesitamos que nos ayudes a deshacernos de animales muertos.' En un principio todavía creí que eran animales.”
Le costó pero, mal de muchos consuelo de pendejos, se acostumbró y hasta le dejó de ver lo enfermizo, al fin, miles de personas hacen lo que él hace. Solo intento sobrevivir, se ha dicho, hasta hoy.
“Solo intento sobrevivir, no me van a vencer...”

A orillas de una carretera libre, que bordea la sierra se ha juntado un grupo de individuos, policías, soldados, fotógrafos. Las cámaras son activadas una y otra vez. Su ruido se une al de cientos de moscas que sobrevuelan el bulto.
Aventado sobre la árida tierra se encuentra un bulto, envuelto en una cobija, de él asoman unos pies descalzos. La sangre alcanzó a permear la cobija antes de secarse. Ésta nos ahorra la visión del estado de aquel cuerpo, puede que venga entero o en piezas cual pollo de carnicería.

Cual pollo al que si le cortan la cabeza igual sigue corriendo, este muerto hecho bulto igual sigue pensando.

19.12.11

La frontera

En el límite del mundo. La frontera, a la que pasándola ya no habrá más. Antes había podido ver el horizonte, ahora ya no hay qué ver. Paso tras paso, episodio tras episodio fue encontrando su camino. Hasta llegar a donde está. Parado en ese risco, de frente a la nada.

Perdió a sus padres de forma trágica, indignante. Sobrepasó los límites de posible sufrimiento. Experimentó una catarsis por la que llevó a cabo actos heroicos. Todo con los bosques de un país nórdico de fondo. Reflexiones y sentimientos de este singular personaje han sido retratados a través de las páginas de forma acríbica.
Sin embargo ahora está ahí en la cumbre de las nieves, después de haber ganado la batalla contra los salvajes de las faldas boscosas de la montaña del invierno eterno. Agotado, con su amor a la distancia, esperándolo. Según la profecía había que subir a la cumbre para encontrar el camino de su pueblo, y por lo tanto el suyo. No contaba con encontrarse con la nada.

El creador ha perdido la fe en él. Demasiado exagerada, con nombres bastante adornados. Esa hoja hace tiempo que no ha vuelto a tocar la máquina de escribir. El escritor no quiere crearle un camino, un destino. Ahora se dedica a escribir artículos, de interés general. Es más, recuerda únicamente de forma vaga su existencia. Se ha vuelto un héroe olvidado. Sin final feliz, sin nada.

“Agotado por la batalla y el interminable hundir de la hoja de su espada, sube lastimosamente pero con fe, la fe le da energía para escalar. La temperatura baja, es un buen signo, cada vez está más cerca de la cumbre. El vaho que expulsa con cada uno de sus jadeos le hace tomar conciencia de que sigue vivo, de que aún tiene energía de sobra, que su camino habrá de continuar. Quizás la altura es lo necesario para vislumbrar el camino, la profecía así lo dictaba. Lento pero seguro vence también la cumbre de las nieves, lo ha logrado. Agotado pero con fe, toma un respiro, clava su espada en la nieve, bebe de ésta. Con calma y conciencia del valor que tiene su misión, se irgue y observa el horizonte buscando una pista, no tarda mucho cuando a lo lejos comienza a vislumbrar de forma borrosa un...”

7.12.11

La espera

¿Dónde comienza el vaho y dónde termina el humo? Los guantes de cuero agarran el marchito cigarro del que quema una brasa en la oscuridad. La respiración pesada exhalando por las fosas nasales el aire que en el frío se hace visible. El cuello del abrigo levantado. El calor que se disipa en la oscuridad, al igual que la paciencia. Nada nuevo por estos lares, nada. ¿Qué más hay que comentar mas que el vicio del sujeto escondido en la oscuridad? Él, exhalando seguridad escondido en la oscuridad, probando los límites de su tolerancia. ¿Reloj? Para qué, no lo trae, no les cree. Qué importa saber la hora, igual -él sabe- es demasiado tarde. Podría contar el tiempo con otras unidades, lo ha hecho con cervezas: “Estoy a dos cervezas de irme a dormir”, “Nos vamos en tres cervezas”. Pero por suerte las unidades pueden ser cambiadas, algunas veces más fácilmente que otras. Ahora mide el tiempo con cigarros. Es el primer cigarro, pero igual ya es tarde. Ha sido tarde desde que se acomodó en el rincón más alejado del farol, a esperar, y será tarde cuando esa espera termine. Después de la calma viene la tormenta, dicen algunos que se quieren hacer los interesantes.

La verdad es que después de la calma vendrá la precipitación, la urgencia, las prisas, el pánico y el correr sin rumbo. Irás a esconderte, irás de un lado a otro pidiéndole a tus amigos de antes, probables traidores de hoy, que te escondan y se olviden de tu paradero, que se callen, que no hablen, que no le abran las puertas a nadie, sólo a ti, y de par en par. Eso piensa. Disfruta, alarga el tiempo lo más que se pueda, por lo tanto fuma un cigarro tras otro, de forma acelerada, exaltada, como si en cada chupada estuviera la respuesta, como si con cada inhalada alargara la espera por algunos valiosos segundos.

Las colillas las guarda en una bolsa de plástico. Talla la brasa con la suela del zapato, la apaga y las guarda, tiene ganas de escupir pero se pasa el gargajo, sintiendo como si tragara una babosa que le va a comer el estómago. Siente el vacío en aumento. Las colillas se siguen y seguirán juntando.

Su paciencia ya no da para más. Sin ningún disimulo se agarra el paquete, agarra la pistola que trae en el pantalón. Pareciera que quisiera alardear, pero sí, debajo del abrigo, debajo de esas prendas que lo han de proteger del frío se esconde un arma capaz de extinguir una existencia. De apagar la luz de la vida, como dirían esos que quieren alardear con expresiones adornadas.

Ya se había preparado para la lluvia, para correr a resguardarse, a esconderse. Estaba completamente listo para huir. Ya no quiero esperar, la espera cansa más que correr. Quiero escapar.
Pero la espera aún no termina.

Han pasado veintiún cigarros, no va a venir. Tanto que estudió la rutina de la existencia a extinguir, para que hoy decidiera improvisar: ir a dormir con una amiguita, tomar algo con los del trabajo, ir al cine, a cenar quizás. O tal vez todo junto.

Mañana regresará. Tiene que hacerlo. Maldita espera. Y mientras prende otro cigarro:
Espero con ansias el fin de la agonizante espera, para, de una buena vez, soltarme a correr para seguir vivo.

22.11.11

La llave oxidada

La llave estaba especialmente desgastada, oxidada. La encontraron en el suelo al lado de las toallas sucias. No es que realmente estuvieran sucias, pero uno se acostumbra a la regla de “si están en el suelo están sucias y deberán ser cambiadas”. La alfombra parecía limpia, pero en realidad estaba encharcada, mojada y sucia en algunos lugares. Comenzaron a fotografiar el lugar, sin hablar demasiado, cada quien hundido en su tarea, en su deber.

Cubiertos con overoles blancos de plástico, tapabocas y guantes de látex husmeaban todos los rincones de la habitación. Debajo de la cama había una camiseta, la agarraron con mucho cuidado y la metieron en una bolsa de plástico. Uno de los hombres, con anteojos, comenzó a revisar las manchas de las paredes. Eran uniformes, de gran tamaño, rojas. Habían tenido suerte, lo peor era que fueran pequeñas, microscópicas, difíciles de encontrar. Tampoco habían salpicado el techo. El colchón era pérdida total. El cadáver estaba envuelto en las sábanas, apuñalado, varias veces. El asesino se había tomado su tiempo. En el baño había huellas de pies descalzos manchados de sangre. Trapearon el piso de inmediato, sin sacar fotografía alguna. Rociaron cloro sobre las losas del baño, lo apuntaron en la lista.
La alfombra sí habría de convertirse en problema. No servía de nada que fuera de color rojo. Los charcos al borde de la cama ya se habían comenzado a secar, la alfombra estaba tiesa. A eso se le sumaba el olor. El olor salado y penetrante de la sangre.
Los de la escuela de medicina llegaron poco después. Un par de técnicos forenses llegaron con camilla y bolsa para el cuerpo. No preguntaron nada. Desenvolvieron el cadáver, lo metieron en la bolsa y con un “Chido, ¡nos estamos viendo!” se retiraron. La sábana fue a parar a otra bolsa de plástico.
En cuanto a la cama, toda debería ser cambiada, eso iba a subir el precio.
Un hombre de traje tocó en el marco de la puerta que estaba abierta y sin esperar reacción preguntó: “¿Cómo van muchachos? ¿Les falta mucho? El horno ya está listo. Román, no te tardes que tengo que salir, te espero en mi oficina”, y desapareció.

Román, el hombre de anteojos que estaba limpiando las manchas de las paredes gritoneó: “ Ya escucharon cabrones, órale apúrense para acabar con este desmadre. Lo que ya esté listo se va directo al horno.” Las bolsas con la camiseta y las sábanas fueron sacadas del cuarto y llevadas a incinerar. Poco a poco el cuarto se fue vaciando. Por desgracia una de las lámparas de la mesa de noche también se había arruinado y fue llevada a donde debía estar el horno. “ A ver cabrones, el plástico para el colchón, no quiero que esta mierda vaya a ensuciar el pasillo.” Dos de los trabajadores cubrieron el colchón ensangrentado con folios de plástico que pegaron con cinta adhesiva, para después llevárselo. “Todos los muebles se van para afuera, déjenlos en el pasillo. Vamos a tener que clausurar el cuarto hasta que cambien la alfombra, esa ya no es nuestra chamba. Todo lo contaminado se va al horno, lo que no lo dejan en el pasillo. Dame la llave, que voy con el gerente a hacer la cuenta.”

Se dirigió a la oficina del hombre de traje, éste estaba sentado sobre su sillón hablando por teléfono.
– ¿Cómo que no lo quieren? Pero si tu gente ya se lo llevó... Me importa un carajo, los niñitos ricos de tu escuela pueden aprender como es una herida por un arma punzocortante o como chingados se diga. Aparte, lo que te estoy pidiendo no es ni media mensualidad de lo que te pagan todos esos mocosos babosos.... Mira cabrón, yo soy un hombre de palabra, y pensé que tú eras igual, dijiste que comprabas al muerto, pues ya lo tienes, ahora me lo pagas, no hay de otra, ¿entendido? – colgó y se dirigió a Román. – ¿Ya estuvo Román?
– Sí señor ya estuvo, aquí está la lista de los cargos extra.
– A ver dime, te escucho.
– Un sixpack, unos cacahuates y un whisky del minibar, los jabones y shampoos del baño, una lámpara de la mesa de noche, una cama inservible, dos toallas sucias, una alfombra que se tiene que cambiar. Ahí tiene que ver señor como le quiere hacer, si quiere usted cambiar nada más la parte afectada o si quiere cambiar la alfombra de todo el cuarto.
– No pues cambiamos toda la alfombra, para qué andarse con cosas a medias. ¿Qué más?
– Bueno, obvio, la cuota por limpieza especial a detalle y un juego de sábanas.... y se me olvidaba, el recargo por no regresar la llave a la recepción, aquí está.– dijo, entregándole la llave oxidada y desgastada.
– Ah cabrón, ésta hay que cambiarla, no podemos andar entregándole vergüenzas así a los clientes. Díselo a Margarita y llévale la lista para que le haga la cuenta al cliente.

Así es un día cualquiera en el hotel Gomorra, un hotel de alto perfil y gran lujo, donde uno puede llevar a cabo sus fantasías y deseos, sean cuales sean.

9.11.11

Otoño

Antes de cerrar la puerta se cercioró de que las luces estuvieran apagadas. Todas ellas.
Cuando abril terminó, su optimismo ya hacía tiempo se había venido abajo. Le echó llave al cerrojo, el pestillo aceitado atrancó la puerta. Se cerró la chamarra, levantó el cuello y atravesó el pasillo. Dejando puertas a su izquierda y derecha. Música estridente salía de una, los olores de una cena de otra, de una más, gritos, de muchas, nada. Las puertas de madera maltratada se ocupaban de su deber: mantener a los demás fuera de su vida.
Muchos vivían en el edificio desde hacía más de diez años, y nunca habían cruzado palabra. ¿Cuántos de ellos se intoxicarían a diario?, ¿cuántos golpearían?, ¿cuántas serían golpeadas?, ¿cuántos vivían en ese edificio de por sí?
Para él la respuesta era sencilla: uno, nada más que uno, él mismo.

Abril había pasado hacía ya tiempo, el otoño había llegado. Las calles estaban alfombradas con follaje. En la calles estaba menos solo que en el edificio con los vecinos invisibles, en la calle, por lo menos, era acompañado a cada paso por el crujir de las hojas muertas.
Nadie, nunca, nada, por siempre, se habían convertido en sus palabras preferidas. Nadie lo visitaba nunca en su casa, desde siempre había buscado, pero hasta ahora no había encontrado nunca nada. Compañía, tú sabes de lo que hablo, de qué tipo de compañía. Nunca la tenía, no había nadie.

Ahora se acercaba de nuevo esa muerte cíclica, el lapso llegaba a su fin, como tantas veces ya en su vida. En unas semanas los árboles estarían muertos, la calidez habría desaparecido, para dejar un entorno gélido, un ambiente hostil. Un paisaje muerto.
Tendría que esperar de nuevo marzo, y con él a la primavera para encontrar, ahora sí de una vez por todas, a esa ansiada compañía.

Eso me lo dijo frente al estante de los vinos, llevaba dos botellas, la chamarra cerrada, aún caminaba firmemente. Pagó, me deseó una buena noche –“tal vez nos volvemos a encontrar en la tienda un día de estos”–, y se metió de nuevo al edificio en el que, él sin saberlo, yo también vivo.