–Buenas, ¿qué tal? ¿cómo has estado?– la distancia se nota, una cierta frialdad en la voz, un falso interés en la mirada.
–¡Ey! ¡Que sorpresa! Muy bien ¿y tú?– exclamas mientras te cuelgas de mi cuello en un abrazo exagerado. –¿Qué ha sido de tu vida? ¿qué has hecho?
–Nada, o, bueno sí, de todo un poco.– y después de una pausa, agrego más que nada por diplomacia –¿y tú? ¿qué has hecho?– Y sin más ni más te sueltas a platicarme de todo un poco, del trabajo, de tu relación, de los estudios, si por ti fuera me platicarías hasta del calentamiento global, pero al parecer no has leído mucho al respecto o no te interesa porque ese tema no lo tocas.
Y ahí estamos tocando temas triviales con miradas que quisieran decir más, si algo amigable o hostil sale sobrando, simplemente hablamos de cosas que no tienen importancia. Nos enredamos en una interacción forzada. No sé si tengas el interés de platicar conmigo, pero yo no contigo. Me arrepiento de no haberte negado el saludo.
Ahora me encuentro en una situación pesada de la que me parece difícil salir, mientras tú sigues hablando y después de eso, hablas más.
Le doy un trago a mi cerveza. “¡Que jodido estaría!” pienso y no puedo evitar una sonrisa torcida mientras te veo pasar. Sí, ha pasado tiempo pero ¿qué chingados es el tiempo? Es una puta que se pone difícil o que anda de facilota, que estira o afloja mientras uno tiene que seguir labrando su camino.
Pasas al lado mío sin voltear a verme, me alegra. No tenemos nada que decirnos y mientras más se queden esas conversaciones triviales como pensamientos ociosos de un tipo bebiendo cerveza, mejor para mí.
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