Los frascos alineados en una repisa, todos de distintos tamaños, todos vacíos se podría pensar. La sala austera, con un piso viejo de madera que cruje debajo de cualquier pisada, hasta de las del viejo gato.
Una mecedora al lado de aquella mesa pequeña atiborrada de figurillas de porcelana: Un niño, un payaso, un gorrión y un perro son sólo algunas de ellas. La luz de la tarde se rompe al cruzar la ventana antigua embarrando su prisma en el viejo sillón. Esa tarde que se disfraza de ocaso eterno y la cual sólo invita a taparse con aquella manta de lana apolillada, para recordar. Pero el tiempo pasa y los recuerdos se escapan, cada día son más, se escapan por los agujeros de aquellos hambrientos bichos. Un día aún está presente el recuerdo de aquel apuesto mozo de los años escolares, al día siguiente ha partido, para siempre. Ese otoño eterno, muchos creen notar las estaciones, la primavera fértil, el oloroso verano, pero se equivocan, sólo se trata de un decrépito otoño, eterno, sin fin. Así es esta vida en este mundo sin contornos finos. Así es este mundo detrás de las cataratas. Así es este mundo sin sonidos nítidos.
Los paseos ya no son lo que eran antes. Ahora el cuerpo no aguanta. Los paseos se hacen en esta misma sala. Para eso están los frascos que los que no saben dicen están vacíos. Hay que tomar uno, sentarse en la mecedora, taparse con la manta y mecerse y mecerse hasta encontrar serenidad. Cuando uno esté sereno puede abrir el frasco y oler lo que hay en él: el aire de antaño, añejo, del bueno, del que tocó respirar cuando se era joven, y sin barreras de tiempo o espacio puede uno irse a pasear. “La casa de mis padres, el día de campo con mi amor, el olor de mi hijo recién nacido.”
¿No lo ven, no me entienden? Lo único que puedo y lo único que me queda es estar con mis frascos y mis recuerdos.
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