Tosió, sorbió y lanzó un escupitajo. Salió volando dando vueltas sobre su propio eje y quedó embarrado en la pared blanca, resbalándose lentamente hacia el suelo aún mojado.
La pared blanca, pelona, sin ningún chiste, nada que la hiciera sobresalir, únicamente una costra que había quedado allí desde hace días, una costra repugnante de un escupitajo gripiento.
El sol había estado brillando desde muy temprana hora. Los trabajadores acababan de tomar desayuno. Después de la pausa hubo de echarle más agua a la mezcla, los ladrillos acomodados al lado de la banqueta eran acompañados por el sonido rasposo de la pala y la espátula removiendo y recogiendo cemento.
La única forma de recuperarse un poco de esa enfermedad que simplemente no lo quería abandonar, era descansar, y eso no lo podía. No porque no lo quisiera, sino porque el tiempo no se lo permitía. Si descansaba un poco, si se recuperaba un poco, si tomaba unas cuantas energías iba a perder tiempo valioso.
Con el tiempo la gente empezó a hablar de esa esquina, de la pared que en su momento fue blanca. La gente empezó a hacer una leyenda de aquella anécdota: –“Me voy, pero para que no te olvides de mí, mancho tu maldita pared blanca” y por eso es que la escupió, y eso es lo que todos saben acá en el barrio, ¿verdad?– empezaron a decir.
Los albañiles más tarde que temprano habían terminado de construir aquello, que pocos sabían para qué era, pero que todos habían empezado a llamar “el cuartito”. Ellos mismos nunca se atrevieron a preguntar la función del cuartito, a ellos les dijeron que tenía que ser una habitación de tanto por tanto con una altura de algo y medio. Tuvieron ladrillos, la mezcla y ya estuvo, no necesitaron más.
Se fue alejando, con mucho cuidado debido al piso mojado, y al par de metros tuvo que escupir otra vez, sin embargo éste no lo pudo expulsar con fuerza suficiente, y manchó sus propias prendas con él.
La lluvia se había soltado de forma torrencial, de un momento a otro no quedó nadie en la calle. Todos buscaron refugio. Menos él.
Tiempo después la pared dejó de ser blanca, cada semana se ponía más gris, ya no hubo nadie que la volviera a pintar de nuevo. Nadie que mantuviera el cuartito. El negocio no había funcionado.
Años más tarde el cuartito siguió desocupado, abandonado. La gente del barrio lo dejó ahí, en el olvido. Esa leyenda regresó a ser solamente una anécdota, la cual estaba ligada a esas paredes víctimas de pintas callejeras.
Siguió caminando por el piso mojado, sus ropas empapadas, sus opciones agotadas, y con esa maldita tos. Llegó al cruce y de ahí ya no avanzó más. Ahí se quedó para siempre.
Llegó el momento de pintar. Al dueño le pareció lo mejor decidirse por un color económico. No tenía demasiado dinero. Pintura blanca.
– Sí, ellos eran socios, los dos, sí joven, nomás que después, los dos, pues, los dos empezaron a tener problemas, por el dinero ¿no?, ya ve usted que eso siempre se da. Y de ahí pues la cosa, solita se fue dando ¿verdad?, cada vez había más problemas y ya, al final, al final pues mejor decidieron romper, aunque no fue precisamente por las buenas. Y de ahí pasó lo que usted ya sabe, un señor escapó y el otro, pues, murió. –
Faltaba dinero y sobró un escupitajo.
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