En aquel entonces todo había sucedido muy repentinamente. Un joven, mitad niño mitad hombre, de un barrio pobre quiso ser aceptado socialmente por los demás. ¿Eres cabrón? le habían preguntado, pues fuma de esta, le dijeron y le ofrecieron de una lata. Fumó de ella y nunca dejó de hacerlo. Júntate con nosotros y serás intocable, le dijeron ofreciéndole protección, pero tienes que matar a ése que ves ahí enfrente. Y lo hizo. No es que haya tenido una niñez destrozada, se puede decir que tuvo una buena niñez pero con carencias. Los padres habían trabajado para poderles ofrecer lo mejor posible a sus vástagos en cuanto a materiales, pero la atención fue el sacrificio. Un día cualquiera el padre encontró al joven en el suelo de la cocina: Le había dado el “Síndrome del pollito”: Pizcaba como un pollo todas las basuras y migajas que parecieran piedritas blancas, con la esperanza de que fueran piedras fumables. El padre dejó de vender en los tianguis, se dedicó a intentar sacar a su hijo de la adicción. Abrió un centro de ayuda. El hijo no se dejó ayudar, escapó. Sin embargo el padre siguió sacando adelante a los que sí se dejaron, poniéndoles siempre el rostro de su vástago a los que se lograron recuperar. La madre debía trabajar desde ese entonces por dos, montando y desmontando el puesto del tianguis cinco días a la semana. Por lo único de vergüenza que le quedaba, era que el joven, ahora hecho hombre, veía siempre el suelo al pasar por cualquier tianguis: No quería que su madre lo fuera a reconocer.
– ¿Qué? ¿le vas a sacar, temerario? – dijo el mosca de forma absolutamente despectiva.
– Es que no mames...
– ¡Bájate cabrón! – dijo el mosca desenfundando el pistolón que traía guardado. Se la puso en la sien al Calamar – ¿Esto sí te cala de a madres? – dijo el mosca riéndose burlonamente y continuó – Mira cabrón, te vas a bajar de la nave y harás lo que quieras güey, pero si no haces la chamba, no regreses vato. Si quieres ve a chillarle a tu jefe que te consiga piedra, que te saque de la adicción, que te encamine a Dios o lo que rechingados quieras. Pero, – hizo una pausa – le vas a estar fallando al patrón. – dijo alertándolo – Y al patrón no le gusta que le fallen. Y tú mejor que nadie sabes lo que les pasa a los que le fallan. ¿Qué les pasa?
– Se los carga la chingada – contestó el Calamar de forma mustia.
– Exacto, –dijo el mosca – entonces tu sabrás, o tu padre o los dos. Y yo me encargo de eso puto. Órale, bájate. Te voy a esperar, que tengo tus piedras. – dijo sonriendo.
El Calamar se bajó de la camioneta, si había algo que en esos momentos lo hacía actuar era la palabra “piedras”. Al padre lo había dejado de ver desde aquel entonces que escapó de su custodia. Se había marchado odiándolo por dejarlo encerrado, temblando y no haberle querido dar ni siquiera una piedrita, no tenía que ser muy grande, únicamente para un jalón. Pero el padre se negó, lo ignoró por más que el Calamar le imploró llorando de forma desconsolada. Escapó y nunca regresó. Hasta este día.
Bien supo por vecinos y familiares que el padre nunca se había recuperado del hecho de que su propio hijo no se dejó ayudar. Supo también que odiaba esa maldita droga que convertía a las personas en seres sumamente agresivos pero igualmente sumisos. Su padre siempre había sido creyente, y ahora lo era aún más, por lo tanto creía que los milagros se podían dar.
– ¿Cómo está usted padre? – preguntó después de cruzar el umbral del Centro Santa María Virgen.
Un viejo estaba sentado en un escritorio, tenía la barba blanca la postura jorobada, la mirada triste.
– Hijo, ¿eres tú? – preguntó, se quitó los lentes y dejó el papeleo que estaba haciendo. Se levantó para observar mejor al Calamar. – Qué diferente te ves – dijo con suma decepción en la mirada. Ninguno de los dos se había reconocido realmente. Mientras el Calamar tenía marcados en el rostro los rastros de las drogas, el padre tenía los surcos de la preocupación y de la frustración grabados en sus facciones.
– Sí, usted también se ve más viejo, más acabado.
En aquel tiempo, cuando todo estaba aún en orden, cuando era aún un niño, el padre lo llevaba al cerro a pasear, llevaban varios frascos y en ellos capturaban insectos. Hormigas, caracoles, saltamontes, luciérnagas y, de vez en cuando tenían suerte y capturaban una que otra lagartija, a las que les daban de comer moscas. Ese cerro estaba ahora también lleno de casas grises.
– ¿Qué haces por acá? Ay hijo, ¿sigues en las mismas andadas?
– Sí padre, nomás vengo a despedirme de usted, me voy a ir. – Como un niño se acercó a su padre y lo abrazó fuertemente. Mientras lo abrazaba se dio cuenta de lo mucho que extrañaba esos días de antaño y sin embargo no podía dejar de pensar “piedra, piedra, piedra quiero una piedra”.
– ¿A dónde te vas? – quiso preguntar el padre después de ese abrazo, pero su hijo no le dio tiempo. Sacó el revolver oxidado y disparó la bala cálida. Le dio en el pecho. La bala ardía, el viejo intentó agarrarse de algún lado para no desplomarse, su camisa se tiñó de rojo. La mirada se le enturbió y odió a Dios por negarle el único milagro que jamás deseó con toda su alma. Fue más como si el demonio mismo hubiera escuchado sus plegarias y le hubiera concedido justamente lo contrario.
En alguna ocasión el padre lo pudo llevar a la feria. El niño quiso jugar tiro al blanco. Le agradó de inmediato el disparar un arma, aunque fuera un rifle de balines. Resultó ser un as en el juego. Se llevó un buen premio, un tigre de peluche. Fue uno de los mejores días que habría de pasar con su padre.
El Calamar recordó el abrazo del padre de aquella ocasión. Recordó la alegría de aquel día mientras el padre se resistía a caer agarrándose del escritorio, resbalándose con su propia sangre. Lo odió, lo odió por no haber estado ahí más a menudo, lo odió por haberle dado cariño, lo odió por intentar ayudarlo. Simplemente lo odió por no haberle dado una piedra al entrar a su oficina.
Pero al final, únicamente lo odió por haberlo engendrado.
El padre se desplomó.
Ahora está de nuevo en su casa. Acaba de fumar una lata. Tiene en sus manos la 45 cromada con cachas de nácar. Llora, se ha dado cuenta que más que alguien sin remordimientos es alguien sin voluntad. De no ser porque acaba de fumar varias piedras no podría hacer lo que está por hacer. Se fuma un último cigarro. Necesita compañía en esta hora. Se mete la pistola a la boca y jala el gatillo.
La televisión está prendida, están dando las noticias. Este día ha habido más de veinte muertes violentas en este país. El Calamar y su padre aún no están incluidos en esa cifra.
FIN
Luego comentamos en vivo y en directo, le parece?
ReplyDelete...así con las preguntas retóricas...
ReplyDeleteah que no era retórica??
ReplyDeletepues usted ya sabe que la respuesta es: sí con mucho gusto.