27.11.10

Un relato de miedo II

Las calles oscuras, las velas apagadas en las casas, la mirada perdida en la ventana que da a la calle. Algunos carruajes deambulando en el misterio de la noche. El golpe de los cascos de algún caballo nervioso que suelta relinchos intranquilos. Ya hacía tiempo, poco tiempo para mi forma de ver, pero tiempo al fin, que había perdido a mi primer amor. Para ese entonces el amor de mi vida. Había sido en una noche lúgubre en la que el terrateniente había avistado a mi querida, al momento que ella iba por agua al pozo para lavar a su madre enferma. Cargaba los cubos de agua, caminaba con gran esfuerzo sobre la vereda, se escuchó el galope de un caballo, el relincho y una risa déspota, tela desgarrada y mi amor adolescente siendo trepada a la fuerza al caballo que no disminuyó la velocidad. Desde ese entonces el sabor de la tierra me recuerda a esa noche en la que perdí a mi bella moza, la noche en que el caballo de ese violador no me dejó más que una estela de polvo como recuerdo de mi indiecita linda.
Malditos cascos, malditas bestias, tanto los caballos como los jinetes. Se han de morir, de eso me encargaré, pensé en aquel entonces y me lo prometí.
Con esa ira de adolescente miraba a través de esa ventana impía en medio de la madrugada, los ojos húmedos, un nudo en la garganta y el corazón lleno de odio.
Hacía un par de días que me había mudado a la ciudad para trabajar en el mismo palacio que mi madre.
Uno del montón, un andrajoso más, uno de cientos, uno de los intercambiables, esos abundaban en esa ciudad tan bella, tan llena de bestias. Aquellos chiquillos con las facciones talladas en barro y los ojos grandes de azabache, despiertos, curiosos, y apenas cubiertos con prendas. Después de años de trabajo a esos chiquillos convertidos en ancianos, en desechos, en humanos deshechos, se les encontraba tirados, igual de encuerados que años atrás, en alguna esquina, en alguna calle, sin haber alcanzado nada más que su propio ocaso, borrachos, intoxicados por el pulque y el aguardiente.
Yo era uno de ese montón, a quienes la vida no les tenía preparada ninguna grata sorpresa, quienes desde niños saben que tienen que pagar la deuda de sus padres, para al mismo tiempo, dejarles más deudas a sus hijos. Pero a diferencia de los demás, aparte de saberse miserable de por vida, también estaba resentido con aquellos a los que habría de servir. Me sentía como un animal acorralado, de esos que odian y agreden por temor. No era temor a la muerte, esa me parecía distante, me creía inalcanzable para ella, tenía el gran temor de ser cambiado, de forma completamente egoísta quería seguir siendo el amor de mi indiecita, prefería que el cacique la hiciera suya de forma violenta a que ella se entregara voluntariamente. Tenía miedo a que ella me olvidara, a que me cambiara, a que quisiera a otro y no a mí. Y para cuando me hube de enterar que eso era lo que había sucedido, no sólo decidí terminar con la vida del maldito cacique, sino que con la de ella también.

CONTINUARÁ

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