26.6.10

Historia de barrio V

En aquel entonces todo había sucedido muy repentinamente. Un joven, mitad niño mitad hombre, de un barrio pobre quiso ser aceptado socialmente por los demás. ¿Eres cabrón? le habían preguntado, pues fuma de esta, le dijeron y le ofrecieron de una lata. Fumó de ella y nunca dejó de hacerlo. Júntate con nosotros y serás intocable, le dijeron ofreciéndole protección, pero tienes que matar a ése que ves ahí enfrente. Y lo hizo. No es que haya tenido una niñez destrozada, se puede decir que tuvo una buena niñez pero con carencias. Los padres habían trabajado para poderles ofrecer lo mejor posible a sus vástagos en cuanto a materiales, pero la atención fue el sacrificio. Un día cualquiera el padre encontró al joven en el suelo de la cocina: Le había dado el “Síndrome del pollito”: Pizcaba como un pollo todas las basuras y migajas que parecieran piedritas blancas, con la esperanza de que fueran piedras fumables. El padre dejó de vender en los tianguis, se dedicó a intentar sacar a su hijo de la adicción. Abrió un centro de ayuda. El hijo no se dejó ayudar, escapó. Sin embargo el padre siguió sacando adelante a los que sí se dejaron, poniéndoles siempre el rostro de su vástago a los que se lograron recuperar. La madre debía trabajar desde ese entonces por dos, montando y desmontando el puesto del tianguis cinco días a la semana. Por lo único de vergüenza que le quedaba, era que el joven, ahora hecho hombre, veía siempre el suelo al pasar por cualquier tianguis: No quería que su madre lo fuera a reconocer.

– ¿Qué? ¿le vas a sacar, temerario? – dijo el mosca de forma absolutamente despectiva.
– Es que no mames...
– ¡Bájate cabrón! – dijo el mosca desenfundando el pistolón que traía guardado. Se la puso en la sien al Calamar – ¿Esto sí te cala de a madres? – dijo el mosca riéndose burlonamente y continuó – Mira cabrón, te vas a bajar de la nave y harás lo que quieras güey, pero si no haces la chamba, no regreses vato. Si quieres ve a chillarle a tu jefe que te consiga piedra, que te saque de la adicción, que te encamine a Dios o lo que rechingados quieras. Pero, – hizo una pausa – le vas a estar fallando al patrón. – dijo alertándolo – Y al patrón no le gusta que le fallen. Y tú mejor que nadie sabes lo que les pasa a los que le fallan. ¿Qué les pasa?
– Se los carga la chingada – contestó el Calamar de forma mustia.
– Exacto, –dijo el mosca – entonces tu sabrás, o tu padre o los dos. Y yo me encargo de eso puto. Órale, bájate. Te voy a esperar, que tengo tus piedras. – dijo sonriendo.

El Calamar se bajó de la camioneta, si había algo que en esos momentos lo hacía actuar era la palabra “piedras”. Al padre lo había dejado de ver desde aquel entonces que escapó de su custodia. Se había marchado odiándolo por dejarlo encerrado, temblando y no haberle querido dar ni siquiera una piedrita, no tenía que ser muy grande, únicamente para un jalón. Pero el padre se negó, lo ignoró por más que el Calamar le imploró llorando de forma desconsolada. Escapó y nunca regresó. Hasta este día.
Bien supo por vecinos y familiares que el padre nunca se había recuperado del hecho de que su propio hijo no se dejó ayudar. Supo también que odiaba esa maldita droga que convertía a las personas en seres sumamente agresivos pero igualmente sumisos. Su padre siempre había sido creyente, y ahora lo era aún más, por lo tanto creía que los milagros se podían dar.

– ¿Cómo está usted padre? – preguntó después de cruzar el umbral del Centro Santa María Virgen.
Un viejo estaba sentado en un escritorio, tenía la barba blanca la postura jorobada, la mirada triste.
– Hijo, ¿eres tú? – preguntó, se quitó los lentes y dejó el papeleo que estaba haciendo. Se levantó para observar mejor al Calamar. – Qué diferente te ves – dijo con suma decepción en la mirada. Ninguno de los dos se había reconocido realmente. Mientras el Calamar tenía marcados en el rostro los rastros de las drogas, el padre tenía los surcos de la preocupación y de la frustración grabados en sus facciones.
– Sí, usted también se ve más viejo, más acabado.

En aquel tiempo, cuando todo estaba aún en orden, cuando era aún un niño, el padre lo llevaba al cerro a pasear, llevaban varios frascos y en ellos capturaban insectos. Hormigas, caracoles, saltamontes, luciérnagas y, de vez en cuando tenían suerte y capturaban una que otra lagartija, a las que les daban de comer moscas. Ese cerro estaba ahora también lleno de casas grises.

– ¿Qué haces por acá? Ay hijo, ¿sigues en las mismas andadas?
– Sí padre, nomás vengo a despedirme de usted, me voy a ir. – Como un niño se acercó a su padre y lo abrazó fuertemente. Mientras lo abrazaba se dio cuenta de lo mucho que extrañaba esos días de antaño y sin embargo no podía dejar de pensar “piedra, piedra, piedra quiero una piedra”.
– ¿A dónde te vas? – quiso preguntar el padre después de ese abrazo, pero su hijo no le dio tiempo. Sacó el revolver oxidado y disparó la bala cálida. Le dio en el pecho. La bala ardía, el viejo intentó agarrarse de algún lado para no desplomarse, su camisa se tiñó de rojo. La mirada se le enturbió y odió a Dios por negarle el único milagro que jamás deseó con toda su alma. Fue más como si el demonio mismo hubiera escuchado sus plegarias y le hubiera concedido justamente lo contrario.

En alguna ocasión el padre lo pudo llevar a la feria. El niño quiso jugar tiro al blanco. Le agradó de inmediato el disparar un arma, aunque fuera un rifle de balines. Resultó ser un as en el juego. Se llevó un buen premio, un tigre de peluche. Fue uno de los mejores días que habría de pasar con su padre.

El Calamar recordó el abrazo del padre de aquella ocasión. Recordó la alegría de aquel día mientras el padre se resistía a caer agarrándose del escritorio, resbalándose con su propia sangre. Lo odió, lo odió por no haber estado ahí más a menudo, lo odió por haberle dado cariño, lo odió por intentar ayudarlo. Simplemente lo odió por no haberle dado una piedra al entrar a su oficina.
Pero al final, únicamente lo odió por haberlo engendrado.

El padre se desplomó.


Ahora está de nuevo en su casa. Acaba de fumar una lata. Tiene en sus manos la 45 cromada con cachas de nácar. Llora, se ha dado cuenta que más que alguien sin remordimientos es alguien sin voluntad. De no ser porque acaba de fumar varias piedras no podría hacer lo que está por hacer. Se fuma un último cigarro. Necesita compañía en esta hora. Se mete la pistola a la boca y jala el gatillo.
La televisión está prendida, están dando las noticias. Este día ha habido más de veinte muertes violentas en este país. El Calamar y su padre aún no están incluidos en esa cifra.

FIN

22.6.10

Historia de barrio IV

“El mosca” le abrió la puerta de la camioneta para que subiera.
Al Calamar lentamente le habían empezado a sudar las manos, se estaba poniendo nervioso. Y no era por tener que matar a alguien. Esos nervios no le daban a él. Era únicamente que su mente le pedía, le exigía ya una nueva dosis de lata.
Para colmo el patrón le había dado ya al mosca lo que habría de ser su paga: Veinte mil pesos mas unas cinco bolitas de papel aluminio con piedras dentro. El mosca no intentó ocultar la risa cuando se dio cuenta de la forma en la que el Calamar veía los paquetes.
– Primero lo primero pinche Calamar. Órale súbete cabrón, mientras más rápido mejor para todos.
Se subió a la camioneta, el mosca le cerró la puerta y se dirigió al lugar del conductor, se subió y echó el motor a andar. La música volvió a escucharse, la tuba, clarinetes y trombones acompañaban la crónica de un narco famoso. La música lo puso de mal humor, le parecía muy escandalosa, estridente.
– Bájale ¿no? – le dijo al mosca.
– Está bueno – respondió este. Ya conocía ese estado de ánimo del Calamar. Era conveniente que estuviera irritable para que pensara menos al llevar a cabo su misión. Era bueno que se estuviera saboreando ya el jalón de la lata después del trabajo y saber que iba a tener piedra suficiente para varios días. Así no iba a tener remordimientos. El mosca le bajó a la música.
– Si quieres pongo otra cosa maestro.
– No, está buena la música nomás que me irritaba el volumen. ¿Oye y el vato este, qué hizo o qué?
– No, pues anda de metiche, se cree muy acá, protector de las juventudes, y se anda metiendo con los negocios del jefe. Se las anda armando de problemas a los vendedores.
– No, pues se la buscó. – dijo el Calamar riendo. El mosca empezó a carcajearse mientras se frotaba la barba.
– Sí, pinche Calamar, se la buscó. – dijo entre risas mientras veía al Calamar de forma pícara, como quien se ríe de alguien, y no con él.

Iban ya de nuevo sobre la avenida de los conductores ingenuos, únicamente que ahora en la otra dirección. El Calamar no tenía paciencia ahora para ir pensando en podredumbres y muertos de la gran ciudad, se frotaba las manos sudorosas en los pantalones deslavados mientras movía una rodilla de forma acelerada.
– ¿Qué? No me digas que estás nervioso. – dijo el mosca de forma bravucona.
– ¡No seas pendejo! Nerviosa tu puta madre. – contestó. El mosca únicamente sonrió al momento de subirle de nuevo a la música, el Calamar debía exaltarse aún más. Y él lo estaba logrando.
– ¿Qué, cuánto falta para llegar? – preguntó éste de muy mal talante.
– Ya mero llegamos.
– Da tiempo para echarme una carga, ¿no?
– No te hagas pendejo Calamar, ya sabes que primero te lo tienes que quebrar y de ahí te puedes echar todas las piedras que quieras. – contestó el mosca ya impaciente. Lo sabía, el Calamar estaba en su punto, ahora nada más hacía falta levantarle el ego, la adicción ya estaba haciendo el resto. – Oye vato, ¿y por qué eres el Calamar maestro? – la historia la conocía muy bien, sin embargo la quiso oír de nuevo para que el asesino a sueldo se pudiera pavonear.
– No pues, ¿a poco no te sabes la historia? – preguntó sin esperar realmente una respuesta pues continuó inmediatamente. – Lo que pasa es que en una de las primeras chambas que le hice al patrón tenía que mandarles un mensajito a “los churros” que en ese entonces le estaban dando problemas al jefe, esos dizque pandilleros mamones. Y había ido con el “galán” para que me ayudara a chingarnos a uno. Y pues bueno, como el jefe quería que mandáramos un mensaje le corté el brazo donde tenía el tatuaje de la pandilla y lo aventamos en la calle donde esos putos se la pasaban. Y, bueno, de ahí el pinche “galán” decía que yo andaba reloco y que el verme le calaba de a madres. “Es que ese güey cala de a madres” decía, y bueno de ahí me empezaron a decir el “calamadres” y con el tiempo se quedó como “calamar” nomás.
– Órale, ¡qué cabrón maestro! Está chida la historia – dijo el mosca mientras se frotaba la barba. – Osea que eres un pinche temerario, ahora sí que como dijo el patrón. Oye y por cierto ¿qué le pasó al galán?
– Me lo quebré, le dio por cantar al puto.
– Sí es cierto, se me había olvidado. –mintió el mosca. Lo tenía muy presente, simplemente lo preguntó para que el Calamar pudiera presumir. Ahora, creía él, estaba listo para el trabajito, de forma muy conveniente habían llegado ya al lugar.
– Ya estuvo, ya llegamos. – dijo mientras estacionaba la camioneta en una calle algo angosta.
Se habían metido a un barrio pobre, de aquellos donde las calles son de cemento y no de pavimento, donde todas las calles están empinadas porque es en los cerros donde hay lugar para la gente pobre. El valle con sus edificios y barrios ricos, los cerros con sus casas grises y perros callejeros.
– ¿Qué? ¿aquí? ¿qué estamos haciendo aquí? – preguntó sorprendido el Calamar. No estaban realmente muy lejos de su barrio, de dónde vivía él. Del otro lado de la calle había una casa de una planta acondicionada como negocio, u oficina, pasaba como cualquiera de las dos cosas. Había un letrero que decía “Centro de ayuda de las juventudes Santa María Virgen”.
– Oye ¿qué onda? ¿Qué hacemos en el barrio de mi jefe? – preguntó el Calamar.
– De tu padre güey, tu jefe jefe es el patrón – contestó el mosca divertido. Se empezó a frotar la barba y dijo – Órale cabrón, vete a despedir de tu apá.
– ¿Por qué o qué? ¿a dónde vamos o qué onda?
– Si serás pendejo pinche Calamar – respondió el mosca. Y mientras se frotaba más intensamente la barba dijo sonriendo – Despídete de tu padre, porque te lo vas a quebrar.

CONTINUARÁ

8.6.10

Historia de barrio III

– Maestro, ¿cómo ha estado usted?
– Muy bien señor muy bien, no me puedo quejar. – respondió el Calamar a la pregunta del patrón. Pero le tenía demasiado respeto como para devolverle la cortesía de preguntarle por su estado.
– Que bien, que bien – contestó el patrón – si a usted le va bien a mí me va bien – dijo. – ¿Le agrada la casa? Es la primera semana que llevamos aquí.
– Sí, está muy bien, muy bonita – contestó el Calamar sin tener mucho más que añadir.
– Sí ¿verdad? Está bueno, siéntate campeón – añadió el patrón ahora tuteándolo como si ya se hubiera cumplido con el ritual de saludo formal y respetuoso para poder pasar a hablar de los crudos negocios.
El Calamar se sentó en un sofá de piel negra que estaba en la sala. El patrón se sentó en un sillón también de piel negra, justo enfrente del Calamar. El conductor que lo había llevado hasta ahí se había quedado de pie un poco atrás del patrón. Desde donde estaba el Calamar podía ver el pistolón que éste tenía metido entre cinturón y camisa. El nombre de ese sujeto no lo conocía ni le importaba saberlo. Él ya lo había bautizado desde hacía tiempo como “el Mosca”, porque tenía la manía de frotarse la barba con las manos cuando hablaba, lo que siempre le recordaba una mosca limpiándose las patas.
– Entonces champ, ¿cómo le vamos a hacer? –preguntó el patrón. El patrón era el patrón y el Calamar no se atrevía a ponerle apodo, le tenía mucho respeto y, sí, por qué no aceptarlo, miedo que en ocasiones llegaba a pánico.
– No, pues ya estuvo patrón. Al “cliente” ya se lo llevó la chingada. Ya está quebrado. Usted nomás dígame dónde lo encuentro, pero pues para eso estoy aquí ¿no?
– ¡A huevo cabrón! ¡Por eso me caes tan chingón pinche Calamar! A ti te sobran huevos maestro. Cuando otros se estarían meando de miedo tu hasta te vendarías los ojos para ponerle más emoción a la cosa. ¿O dime si me equivoco?
– No, pues la verdad no se equivoca usted. Así es uno, ora sí que... – hizo pausa buscando la palabra adecuada – temerario – dijo al fin.
– Temerario – repitió el patrón – como el grupillo ése, nomás que esos son putos y usted maestro es un temerario de a de veras... un cabrón. – dijo y empezó a reír de tal forma que su panza pronunciada parecía estar por reventar la camisa cara pero de mal gusto que traía puesta. Se enjugó las lágrimas y añadió – Estás canijo Calamar, tuve suerte en conseguir que chambearas para mí, de veras.
– Muchas gracias, me halaga usted señor.
– No es halago, es la pura verdad, solo falta que tú te la creas. Quería hablar contigo todavía de unos problemitas, insignificancias ¿verdad?, que tiene el trabajo pero ya veo que no viene al caso, porque de que tú haces la chamba, la haces, vale madres de que se trate. De eso me doy cuenta.
– Para eso estoy aquí señor para servirle.
– Y me da un orgullo tremendo Calamar, no te lo imaginas. Mira, para que veas que no te miento te voy a cambiar la información que te iba a dar ahorita por más paga. Te voy a pagar el doble pero no te voy a decir quién es el “cliente”. Sergio – dijo señalando al chofer detrás de él – te va a llevar a donde se encuentra y hasta ahí te dirá de que se trata y luego luego te va a rolar lo que es tuyo, claro, después de que le hayas dado piso. De deshacerte del arma y toda la cosa te encargas tú como siempre. – hizo una pausa – Pero así le damos un poco de emoción a la cosa, eso que tanto te gusta, temerario, y te doy más paga para que veas que realmente te aprecio.
– Pues se escucha muy bien patrón, emocionante..... – dijo el Calamar.
– ¡A huevo, emocionante de a madres champion! – y los ojos le brillaron en extremo mientras debajo de aquel bigote se le dibujaba una sonrisa burlona.

CONTINUARÁ

2.6.10

El magnate

Había un artículo de él de cuatro páginas de largo. Cerró de golpe la revista y la aventó al basurero. No servía de nada seguir con esa terquedad de hablar de él, de sus logros, sus éxitos. Ahora nadie quería hablar de sus fracasos, o de sus errores. Hacía un par de días había alcanzado la perfección ante los ojos de todos. Todos eran la radio, la televisión y los medios impresos. Hacía unos cuantos meses aún se le habían echado encima por una mala decisión que había tomado. Ahora ese error había sido olvidado.
Ya no veía la televisión, ni escuchaba la radio, pues con su grave estado de salud no le quedaban ganas de ver o escuchar a toda la bola de lambiscones que le echaban flores, que lo vanagloriaban de forma ya ridícula: “Una persona que rompió los esquemas de la industria”, “un visionario en su rama”, “marcó la diferencia”, “ un parteaguas, hay un antes y un después de él”. Había dejado de ser un individuo para pasar a ser un mito.
Y sin embargo, lo único que a él le interesaba era recibir la llamada del médico, diciéndole que su cada vez más grave enfermedad iba a tener remedio, que un donador había aparecido y que le iban a poder alargar la existencia unos años más.

Los periódicos tampoco los leía. Cuando llegaban en la mañana los tiraba directamente a la basura. Grave error, si los hubiera abierto tan siquiera, hubiera visto las decenas de esquelas que inundaban los diarios. Todas ellas llevaban su nombre.