28.9.11

Mi caja de Pandora

Me costó mucho trabajo decidirme, pero lo hice. Decidí que si realmente te interesa tanto saberlo, te tendré que mostrar.
Bajé al sótano, donde he guardado lo que no me interesa, lo que quiero ignorar. Has de saber que he guardado mucho. Apenas abrí la puerta escuché el intermitente tac, tac, tac. De él me guío siempre para encontrar la caja, podría cerrar los ojos y aún encontraría en ese caos aquella caja. Pensarás tal vez que es una caja fina, tallada. De madera, elegantemente barnizada, con bisagras de cobre grabado. Tal vez podría ser de algún otro metal sobre el cual estarían marcados los demonios devorando almas, los siervos cayendo al precipicio, los indios siendo despedazados por perros. Pero, no habría opción a otro metal, debería de ser cobre, bisagras de cobre, cerrojo de cobre, que guardan el cobre. Así es, te voy a enseñar todo mi cobre.
Es demasiado pesada. Cuesta mucho, agota. Agota desde que uno toma la decisión de mostrársela a alguien. Y el hecho de mostrarla no alivia en lo absoluto, únicamente delata, me delata ante ti, ante mí mismo. Es mi espejo de los horrores.
Así que aquí está. Delante tuyo aunque no la creas ver, aquí está. No te sorprendas si hablo de forma cansada, mustia, queda. Estoy agotado. De traer mi carga del sótano hasta aquí. Agotado porque te he de explicar qué es lo que hay en ella. Agotado porque he de ver en lo más oscuro de mi ser.
Es ésta – caja de zapatos de un color naranja chillón –aquí está, pensarás tal vez que es un recipiente deficiente, hasta ofensivo para el contenido que digo que esconde. Pero ¿qué esperas de la caja de mis horrores? No es que quiera vivir de ellos. Si es que quisiera hacerlo, sí, mandaría a hacer una elegante caja, un baúl pesado, hasta barroco, con inscripciones estúpidas con ningún otro fin más que impresionar al ignorante y morboso público. Lo llevaría como atracción de feria: “Acérquense estimados amigos, atrévanse a echarle un vistazo a la mierda guardada de aquel poco ilustre hombre, aquel espécimen que prefiere taparse el rostro con ese costal cual condenado a la horca porque, sí señor, sí señora, al atreverse a levantar la tapa de ese elegante baúl usted juzgará por su contenido al desdichado. Y le aseguro: ¡Usted lo encontrará culpable!”
Sería todo un éxito, pero la verdad no son cosas que quiera ventilar, que quiera utilizar como carta de presentación: “Mi nombre es fulanito de tal, mucho gusto, ¿cómo le va?, ¿lo puedo interesar en alguno de mis traumas?”

En fin.
¿Ya lo oíste? ¿Oíste ese martilleo? ¿no?, yo ya no lo aguanto. Vamos, toma la caja – caja a la que le esparcí ese color chillón para que sirva de advertencia, para que al reconocerla instintivamente me aleje de ella – vierte su contenido sobre la mesa, hazme el favor. Deja tomo asiento y te explico mi colección.

– La viertes, la levantaste de forma sumamente ágil, la pusiste de cabeza y dejaste caer todos sus contenidos, papeles, monedas, plumas, algún otro objeto excéntrico, pero principalmente papeles: panfletos, fotos, cartas. No lo entiendes, tanta exageración, tanto teatro por algunos papeles.
Sin embargo, sin embargo ya lo escuchas, al destapar la caja has comenzado a escucharlo: clac, clac, clac, clac. Un sonido metálico. –

Sí, así comienza, es un martilleo metálico, es su primera etapa, así comienza.
Todo eso que ves, es una colección que me hubiera gustado no hacer. Una colección que me hubiera encantado nunca comenzar. Pero la verdad nadie me preguntó. Cuando me di cuenta ya había juntado varios papelillos, con notas, rayones, marcas. Eso. Todo esto que tienes ante ti, son una especie de marcas. Algunas tienen años, otras son recientes. Sí, de algunas me sorprendo de que ya estén aquí, bien guardaditas en esta miserable caja.

No te dejes engañar por los colores vivos – colores alegres, verdes, azules, rojos, unos chispazos de amarillo por aquí y por allá, no muy chillón, no van a ser colores que irriten la vista –, es su voluntad, todo esto que ves aquí hará lo imposible para no ser olvidado, tratarán de llamar la atención para seguir presentes, para no caer en la penumbra del olvido, o si acaso en el claroscuro de la indiferencia. Cuidado cuando tomes una foto, o una nota, todo está magnetizado. Si tratas de tomar un objeto de la caja, tomarás dos o tres. Se pegan, no hay un mal recuerdo que no venga en partida doble. Sí, son en días de desdicha cuando se abre esta caja, y en esos días los malos recuerdos llegan en parvadas. Mira, por ejemplo esa fotografía que tomaste, fíjate bien, no es una, son dos. Si el día estuviera más nublado, más lluvioso, y mi optimismo más decrépito, hubieras tomado tres o hasta cuatro.
Ves esa foto escolar, más que un infante lo que aparece ahí es la zozobra de un carácter tierno, una personalidad en formación, una inquietud enorme para su tamaño que año con año, grado a grado, tiene que luchar contra eso que él aún piensa que es estupidez, contra esa extraña razón por la que, por más que estudia, no logra sacar buenas notas. Lo que ves en esa foto, más que un escolar, es un infante que lucha contra el peor fracaso que conoce en su corta vida, el primer fracaso en el que puede caer: el fracaso escolar.
Ahora, ¿ves la otra foto? Que de por sí ni es foto, es una especie de caricatura garabateada con mucho odio, frustración e impotencia. ¿Ves al tipo que aparece? La cabeza monstruosa, con una barba asquerosa, dientes chuecos, lentes sobre su gran nariz y su gesto iracundo. Ese monstruo, ese hijo de puta fue el que le regaló su primera humillación pública al infante de la foto. El estúpido infeliz que tenía como tarea enseñarle y guiar al mocoso, y que en lugar de apoyarlo, lo hizo mierda. Frente a toda la clase. Le gritó: “Si muy pocos del salón van a lograr el pase a la secundaria, tú no serás uno de ellos. ¡Y todavía pides permiso para tener vacaciones más largas!” Las vacaciones eran para ir a pasar la navidad con mi padre, que estaba en el extranjero. ¡Ya! ¡Tira esa pinche caricatura de mierda otra vez a la caja! Lo había olvidado, grandísimo hijo de puta, que lo perdone su perra madre. Yo no.

Toma alguna otra porquería que quieras que te explique.
¿Lo escuchas?, ¿lo escuchas ahora? Drup, drup. Ahora son las gotas de agua, las gotas.... las lágrimas que derramé aquel día en que estando en un salón lleno de escuincles me sentí solo como nunca.
Ya, a ver – revuelvo salvajemente los papeles que están sobre la mesa, cual si fueran números de una tómbola y quisiera escoger al siguiente ganador. Busco alguna otra porquería guardada, pero que no sea tan dolorosa.– Te lo dije – mientras suspiro– no se van a dejar olvidar, pase el tiempo que pase, en algún momento me vuelvo a encontrar con ellas. ¡Pinche caja!
Esta carta – digo algo aliviado mientras sostengo en la mano una hoja con un tipo antiguo de letra, – me recuerda al amor que no se me dio, que intenté pero que no se me dio, y ¿la ves bien?, trae otros papeles pegados. – Unos son dos tarjetas para fichas: “Quiero verte con los ojos escarlata y con los ojos puros...”–. Son de otro intento fallido. Y este poema de letra tan pequeña, es el más triste de los tres. Es de aquel que ni intenté. Unos ojos azules claros, a los que nunca me atreví a mirar directamente. Y hoy no me atrevo a leer este poema. – Detrás del poema cae un pequeño trozo de papel – Esto es relativamente nuevo. Pero es distinto a los demás. Esta caricatura – un hombre dibujado primitivamente, únicamente con rayas y un círculo que es la cabeza, con un cuadrado en la mano que representa un papel, o una carta –, es de hace poco. Es de algo bajo. Es el coraje de porqué las mujeres, la mujer de uno se esmera en llevarse la atención. Ocasiones en las que uno dice: “fracasé” y la mujer contesta: “pero me tienes a mí”. ¡Carajo, qué egocentrismo! Si uno lo sabe, uno sabe que las tiene y por eso mismo regresará caído con ellas, a buscar su cercanía. Pero que arrogancia, el creer que con el simple hecho de decir “aquí estoy yo”, el sentimiento y el dolor del fracaso desaparecerán. Eso no es lo que uno quiere escuchar, de por sí uno no va a querer escuchar nada. Simplemente no querrá sentirse solo. Uno lo sabe, sabe que ahí está ella y le está agradecido, pero no tienen que recordarlo.
Hablando de fracasos. Ese panfleto que está ahí me lo dieron una ocasión en la calle. Pensé “qué estúpidos son los de esa asociación, ¿quién querría hacer eso? Si uno los necesita para vivir.” Pero después de fracasos, uno piensa si no hacerse miembro de la asociación. – Un panfleto en tonos grises que dice “Manual para ser un soñador exitoso”, y al reverso “1º Dejar de soñar”. – A veces pienso que me debería hacer miembro, en momentos en que abro esta cajita. Pero no te preocupes, soy muy testarudo. Y soñar es parte de mi ser.

– Toc, toc, toc, son tacones altos. Escuchamos los pasos de los amores que no llegaron, que nunca fueron. Son los pasos de lo que se ha quedado en el camino: sueños, planes, inocencia.

Tomas una moneda plateada, grande, pesada. – Creo que eso no hay que explicarlo, se sobreentiende ¿no? Es la comodidad económica que no me ha llegado, en la que sigo trabajando. Tal vez debería de ser más como tantas otras personas: arrogante, egoísta, narcisista. Tal vez –sonrío – debería de llenarme el hocico a cada oportunidad. ¡Sí!, no te sorprendas, dije hocico, así como los perros, engullir cada cosa que caiga al piso, devorar lo que se me cruce por el camino, aceptar todo lo que sea gratis, aunque sólo sea basura. Llenarme el hocico, sí, de nuevo, al fin y al cabo me gusta hacerlo como los perros y tú lo sabes. Llenarme la boca de cumplidos para mí mismo, reafirmando ante cada una de las personas que se me crucen por el camino lo cabrón que soy, la majestuosidad de mi amistad, la sabiduría de mis palabras. Y a quien no le parezca, saltarle a la yugular.
Tal vez, tal vez no. O quizás, quizás únicamente en contadas ocasiones. Quién puede decirlo.

– Clac, clac, clac – ¿Dime, a qué te recuerda ese sonido, de nuevo metálico? ¿A un reloj? Sí, ese es el sonido de la vida marchándose, el sonido de nuestro tiempo transcurriendo, el de nuestra existencia marchitándose, mientras juntamos papelitos para nuestra caja.

Pienso que es suficiente, estoy agotado. – Las nubes abren paso al sol, el momento para ver los contenidos de la caja ha pasado. – La iré a guardar de nuevo al sótano. Después vayamos a pasear. Sintamos la brisa y el calor del sol en nuestros rostros, mientras caminamos agarrados de la mano.

24.9.11

Batallas en la cama

Cubierto debajo de las cobijas, estancia cómoda y duradera, en el calor y suavidad de la cama. La cama, lugar seguro y aún así no libre de batallas. La cara cubierta por la cobija, tiritando, escuchando atentamente, estancado en un estado de alarma. Estancado, estacado, en posición de firmes, desnudo y caliente, es la calentura de la cama. Muslos temblando, piernas y pies frotando la sábana inquietamente. Un ruido desconocido que interrumpe el silencio. La respiración se agita. ¿Fue acaso un gruñido? Ha vuelto el dueño de sus temores. Esconde la cara lo más que puede. Su temor a la oscuridad lo atrapa, qué hay más allá de lo que puedo ver, se pregunta. Pero se decide a no intentarlo. La cara continúa bien tapada. Lo ha visitado de nuevo, piensa estar seguro, la criatura que se alimenta de sus miedos. Si estirase la mano ¿qué es lo que tocaría? Una superficie tersa y cálida, que reacciona al contacto con leves sobresaltos. Una figura que tiene que descifrar con las manos. Éstas descubrirían partiendo de la angostura, de ese estrecho que se presta para sujetar, para uno aprisionar, una superficie suave y juguetona que sube hasta dos montículos, suaves, coronados en lo más alto. Más abajo del estrecho encontrarían una pendiente y después una bajada que son imposibles de dejar de recorrer, y en medio de ellas una cálida cañada.
Tal vez en cambio, le podría ser arrancada la mano de una mordida. Aquel ser oscuro, babeante, con los ojos negros y una mirada oscura como la nada, tendría en sus enormes fauces la mano que de una sola masticada trituraría por completo. Se le escapa un sollozo. Siente humedad en sus mejillas y humedad en la cama.
Se siente la humedad, desnudo, siente una humedad, resbalosa, cálida, que lo recorre una y otra vez, ahí, en el centro, de la base a la punta. Un cómodo vaivén que le estrella a su pelvis unas caderas candentes con cadencia, y más humedad, ahora en la boca donde su lengua ataca a una intrusa, la agarra del cuello y de la pendiente imposible y la empuja con violencia, un gemido que no se acalla. Se moja, la humedad alcanza ahora la base, siente una mordida. Resopla, se mueve con más intensidad intentando liberarse, empujar a esa figura lo más lejos de si. Le muerden la oreja, cada vez con más fuerza. Gruñe. La aleja para luego aprisionarla con más fuerza a sí.
¿La diferencia? No muchas, ambas son batallas, batallas en la oscuridad, en la cama.

Explota, da lo que tiene que dar. Ha perdido, sangra de la espalda por los rasguños, le arrancaron la oreja, la lengua babeante, la respiración agitada. Así que el monstruo de la infancia ha vuelto, después de veinte años, se acopló a la nueva forma de luchar.
Desde tanto tiempo que siempre ganaba las batallas en la cama, hoy de nuevo le toca perder.
El miedo no tiene edad.

14.9.11

El abismo y la cría

El padre lo fue empujando. Cada vez de forma más agresiva. El hijo gritaba, no se atrevía a defenderse, no podía. Únicamente gritaba, cada vez más desesperado. Estaba ya al margen del precipicio. El padre hizo una pequeña pausa, la madre llegó, pero en lugar de ayudarle a su hijo sólo se dedicó a observar el suceso. El padre le dio un último empujón. Con un grito el hijo cayó al abismo.

“No sé qué hacer, digo, ya está grandecito para saber qué hace y cómo.”
Desde que nace uno va a a estar ahí para él. Uno vivirá para él. Dará lo mejor de sí. Qué otra cosa, mas que ir dándole lo mejor que uno tiene. Sí, pero también es verdad, uno los intentará amoldar a su forma, voluntaria o involuntariamente se les trasmitirán las opiniones y las creencias de uno.
Si no había quedado claro estamos hablando de los hijos.
Le llegué a dar bofetadas, así como a mí me dieron cuerazos. Intenté darle todo lo necesario, pero tampoco todo, para que así aprendiera a luchar, a pelear por lo que desea.
¿Cuál es la diferencia? ¿Qué tanto es tantito? ¿Cuánto hay que apretar para que no se escape y salga de control, pero tampoco tanto para que se asfixie? ¿Quién te lo va a decir? No hay nadie que te vaya a poder dar lecciones de cómo educar, cómo disciplinar, cómo querer.
Uno cree que cuando son bebés es lo más difícil. Es al revés, la dificultad va con los años en aumento. Hasta que un día los amigos lo dejan borracho a la entrada de la casa. O tiene su primero roce con la ley: Hay que irlo a recoger de la estación de policía, porque robó algo. Y de esa primera experiencia pueden venir otras y otras y otras. ¿Ahí, qué va uno a hacer? A partir de cierto punto los cuerazos dejarán de funcionar, tendrá su mente y personalidad desarrollados, no querrá escuchar a los padres, esa generación antigua. A más tardar en este momento, en el que no se deje ayudar hay que empujarlo al abismo.

El hijo cae, grita, empieza a agitar las extremidades, empieza a hiperventilar. Cree que va a morir, el suelo se acerca, se acerca, pero no se estrellará en él. Logra alzar el vuelo, agita sus aún débiles alas y comienza a surcar el aire hasta postrarse en una rama del árbol del nido paterno. Ha aprendido a volar, ha aprendido a defenderse solo. Los padres lo observan. El ave se acicalará las plumas, mirará a la pareja que una vez más se despide de su cría, y emprenderá el vuelo con el que comienza su vida independiente.
Lo único que al final le queda a los padres es la esperanza de haber educado a su cría de la mejor manera posible.

5.9.11

Correspondencia

El sobre estaba debajo de catálogos de supermercados y cupones de restaurantes. El periódico local que más que informar, invitaba a visitar los nuevos restaurantes y boutiques de la zona estaba comprimido en la rendija del buzón. Tomó todos los papeles y los tiró al bote de basura que se encuentra al lado de los buzones. Cuánto desperdicio, papeles impresos que tienen un cortísimo ciclo de vida. ¿Su fin es el de informar o el de hacer basura? A él ¿qué le importaba que hubiera un amplio surtido de útiles escolares para este regreso a clases o que la pechuga de pollo estuviera a mitad de precio? Los cupones para los restaurantes de comida rápida eran mas convenientes. Esos sí los guardó. Dos hamburguesas por el precio de una, una ensalada gratis al pedir una pizza, y varias cosas más por el estilo.
Cuando pensó que ya había vaciado el buzón, descubrió el sobre manila, tamaño carta.
Pensó en tirarlo a la basura, creyendo que se trataba de no más que papel impreso con muy pocas expectativas de vida. Pero al tomarlo lo sintió abultado, el destinatario llevaba su nombre: Rodolfo. Lo tomó con algo de alegría (nadie nunca le mandaba correspondencia) y se metió a su departamento.
Abrió el sobre con mucho cuidado y dejó caer su contenido sobre la mesa de la cocina. Varias fotos, boletos de cine, postales, una cadena de oro y una carta escrita a mano.
En una foto aparece una pareja abrazada a orillas de un lago. La chica es alta, esbelta, la figura femenina demasiado bien marcada. Una mujer guapa, las facciones de la cara no son bonitas, pero tiene una mirada somnolienta, una sonrisa pícara, es una mujer atractiva. El hombre que la abraza tiene una sonrisa dibujada en el rostro que no puede ocultar, es una expresión de cazador orgulloso de estar abrazando a su trofeo, de pavonearse con él. Su expresión arrogante parece decir “¡a huevo putos! ¡miren que bizcochito me agarré!” Trae puesta una playera mínimo dos tallas demasiado pequeñas, por lo tanto se le nota algo que, si normalmente parecería una pancilla chelera, así parece una panzota mastodóntica, digna de una albóndiga con patas. Los brazos parecen dos embutidos implantados para mejorar la sazón de don albondigón y dos patitas flacas como palillos. Palillos, albóndiga, ya sabrán ustedes que inventar. Lleva unos lentes de sol demasiado extravagantes, una cadena de oro demasiado gruesa y lo peor, lo peor que puede tener el tipo ese de la foto, es que no es él. “No soy yo, el tipillo este de las fotos no soy yo” se dice.
Rodi: No me queda de otra más que comenzar estas líneas pidiéndote perdón. Tú sabes que yo nunca te he querido hacer daño, que pase lo que pase yo siempre te seguiré queriendo y que tendrás en mí una amiga en quien confiar. Pero la verdad, tú estarás de acuerdo conmigo que esto simplemente ya no estaba funcionando. Y, bueno, no sé cómo decirlo pero hace tiempo apareció alguien.
¡Qué poca madre de esta pinche vieja!, pensó irremediablemente, digo, esto puede pasar, que uno se distancie y que las cosas ya no funcionen, pero uno no tiene que andarse buscando otro pendejo a quién mangonear y quien se la ensarte. Y lo peor es, ¿para qué me manda fotos de ese pendejo la muy güila? Si se ve que el naco nunca se había agarrado una vieja así de buena, y nunca más lo volverá a hacer.
Ya nos habíamos distanciado y habíamos quedado en que íbamos a hacer una pausa, la verdad nunca pensé que durante esta pausa fuera a aparecer alguien más, continuó leyendo. Pero así fue. Creo que es mejor que sepas lo menos posible de él. Solo quiero que estés seguro y que nunca dudes que contigo fui feliz y que hubiera dado todo por ti. Y supongo que es mucho pedir, pero espero que en algún momento me entiendas y no sé, te alegres por mí, como yo me alegraré cuando encuentres a otra chica.
Mira que cabrona, lo menos posible de él, dice, ¿entonces para qué me manda fotos la pendeja? Si al pendejo de mí le decía Rodi al tipillo éste como le dirá ¿Albondi, Albi? Es más, ya sé como lo conoció, lo rescató de ser devorado en un banquete a la albóndiga esa, es más hasta ya le habían ensartado los palillos. A más tardar después de imaginarse esa escena se le escapó una sonrisa. Había dado muy rápido el primer paso hacia la recuperación, se había comenzado a reír de su desgracia. Se imaginó la expresión arrogante del tipo de la foto convertida en pánico y lo vio corriendo sobre sus dos palillos de una orilla a la otra de la mesa. No le quedó de otra más que reír abiertamente. La cadenita de oro se le hubiera atorado en las muelas a uno de los comensales.

Pues lástima, dio un retroceso esta chamaca, ella se lo pierde, acabó por decir. Repuesto, continuó con la lectura de la carta.
Rodi, o no sé cómo te tengo que decir ahora. ¿Rodolfo? ¿O es que ya no vamos a tener la confianza que habíamos tenido hasta ahora? Bueno, no lo sé, pero para qué correr riesgos, ¿verdad? :-)
Carajo, pone una de sus caritas pendejas, ¿con quién chingados estuve? ¿con una pinche escuincla quinceañera?
Rodolfo García Roldán, decía la carta, para que no te enojes, continuaba, ;-), ¡puta madre! y dale con las caritas pendejas, pensó y siguió leyendo, te mando las fotos y recuerdos de nuestro bonito tiempo juntos, creo que es lo mejor si es que tú te los quedas, aparte de que no sé qué le vayan a parecer a Justino si es que los llegara a ver. Inmediatamente se le vino a la cabeza una cita que había leído en una revista la semana anterior en el consultorio del doctor : “Lo malo de una mujer con el corazón roto, es que empieza a repartir los pedazos.” Aunque bueno, ésta no tiene el corazón roto, pero igual, reparte la basura que ya no quiere y que me puede romper a mí el corazón.

Apenas un par de momentos después, se dio cuenta de la gravedad del asunto: “¡Verga! ¡Entonces eso significa que yo soy la albóndiga con patas!”
Estuvo varios minutos perplejo frente al espejo, viéndose, analizándose. Comparó su reflejo una y otra vez con la sonrisa arrogante del albondigón, no tenían nada en común. Bueno, el nombre era el mismo, por algo le había llegado la carta a él.
Rodolfo García Roldán, para que no te enojes ;-), decía la carta. Sacó su identificación: “Nombre: Rodolfo Roldán García”. Se tranquilizó un poco, “¡Pero si sí es cierto!” se dijo, tranquilizado porque no se tendría que suicidar en salsa de tomate como vil albóndiga, “¡si yo ni tengo vieja!”
Sonó el teléfono, era el consultorio del doctor, pidiéndole explicaciones de por qué había faltado a su cita con el psiquiatra.