22.11.11

La llave oxidada

La llave estaba especialmente desgastada, oxidada. La encontraron en el suelo al lado de las toallas sucias. No es que realmente estuvieran sucias, pero uno se acostumbra a la regla de “si están en el suelo están sucias y deberán ser cambiadas”. La alfombra parecía limpia, pero en realidad estaba encharcada, mojada y sucia en algunos lugares. Comenzaron a fotografiar el lugar, sin hablar demasiado, cada quien hundido en su tarea, en su deber.

Cubiertos con overoles blancos de plástico, tapabocas y guantes de látex husmeaban todos los rincones de la habitación. Debajo de la cama había una camiseta, la agarraron con mucho cuidado y la metieron en una bolsa de plástico. Uno de los hombres, con anteojos, comenzó a revisar las manchas de las paredes. Eran uniformes, de gran tamaño, rojas. Habían tenido suerte, lo peor era que fueran pequeñas, microscópicas, difíciles de encontrar. Tampoco habían salpicado el techo. El colchón era pérdida total. El cadáver estaba envuelto en las sábanas, apuñalado, varias veces. El asesino se había tomado su tiempo. En el baño había huellas de pies descalzos manchados de sangre. Trapearon el piso de inmediato, sin sacar fotografía alguna. Rociaron cloro sobre las losas del baño, lo apuntaron en la lista.
La alfombra sí habría de convertirse en problema. No servía de nada que fuera de color rojo. Los charcos al borde de la cama ya se habían comenzado a secar, la alfombra estaba tiesa. A eso se le sumaba el olor. El olor salado y penetrante de la sangre.
Los de la escuela de medicina llegaron poco después. Un par de técnicos forenses llegaron con camilla y bolsa para el cuerpo. No preguntaron nada. Desenvolvieron el cadáver, lo metieron en la bolsa y con un “Chido, ¡nos estamos viendo!” se retiraron. La sábana fue a parar a otra bolsa de plástico.
En cuanto a la cama, toda debería ser cambiada, eso iba a subir el precio.
Un hombre de traje tocó en el marco de la puerta que estaba abierta y sin esperar reacción preguntó: “¿Cómo van muchachos? ¿Les falta mucho? El horno ya está listo. Román, no te tardes que tengo que salir, te espero en mi oficina”, y desapareció.

Román, el hombre de anteojos que estaba limpiando las manchas de las paredes gritoneó: “ Ya escucharon cabrones, órale apúrense para acabar con este desmadre. Lo que ya esté listo se va directo al horno.” Las bolsas con la camiseta y las sábanas fueron sacadas del cuarto y llevadas a incinerar. Poco a poco el cuarto se fue vaciando. Por desgracia una de las lámparas de la mesa de noche también se había arruinado y fue llevada a donde debía estar el horno. “ A ver cabrones, el plástico para el colchón, no quiero que esta mierda vaya a ensuciar el pasillo.” Dos de los trabajadores cubrieron el colchón ensangrentado con folios de plástico que pegaron con cinta adhesiva, para después llevárselo. “Todos los muebles se van para afuera, déjenlos en el pasillo. Vamos a tener que clausurar el cuarto hasta que cambien la alfombra, esa ya no es nuestra chamba. Todo lo contaminado se va al horno, lo que no lo dejan en el pasillo. Dame la llave, que voy con el gerente a hacer la cuenta.”

Se dirigió a la oficina del hombre de traje, éste estaba sentado sobre su sillón hablando por teléfono.
– ¿Cómo que no lo quieren? Pero si tu gente ya se lo llevó... Me importa un carajo, los niñitos ricos de tu escuela pueden aprender como es una herida por un arma punzocortante o como chingados se diga. Aparte, lo que te estoy pidiendo no es ni media mensualidad de lo que te pagan todos esos mocosos babosos.... Mira cabrón, yo soy un hombre de palabra, y pensé que tú eras igual, dijiste que comprabas al muerto, pues ya lo tienes, ahora me lo pagas, no hay de otra, ¿entendido? – colgó y se dirigió a Román. – ¿Ya estuvo Román?
– Sí señor ya estuvo, aquí está la lista de los cargos extra.
– A ver dime, te escucho.
– Un sixpack, unos cacahuates y un whisky del minibar, los jabones y shampoos del baño, una lámpara de la mesa de noche, una cama inservible, dos toallas sucias, una alfombra que se tiene que cambiar. Ahí tiene que ver señor como le quiere hacer, si quiere usted cambiar nada más la parte afectada o si quiere cambiar la alfombra de todo el cuarto.
– No pues cambiamos toda la alfombra, para qué andarse con cosas a medias. ¿Qué más?
– Bueno, obvio, la cuota por limpieza especial a detalle y un juego de sábanas.... y se me olvidaba, el recargo por no regresar la llave a la recepción, aquí está.– dijo, entregándole la llave oxidada y desgastada.
– Ah cabrón, ésta hay que cambiarla, no podemos andar entregándole vergüenzas así a los clientes. Díselo a Margarita y llévale la lista para que le haga la cuenta al cliente.

Así es un día cualquiera en el hotel Gomorra, un hotel de alto perfil y gran lujo, donde uno puede llevar a cabo sus fantasías y deseos, sean cuales sean.

9.11.11

Otoño

Antes de cerrar la puerta se cercioró de que las luces estuvieran apagadas. Todas ellas.
Cuando abril terminó, su optimismo ya hacía tiempo se había venido abajo. Le echó llave al cerrojo, el pestillo aceitado atrancó la puerta. Se cerró la chamarra, levantó el cuello y atravesó el pasillo. Dejando puertas a su izquierda y derecha. Música estridente salía de una, los olores de una cena de otra, de una más, gritos, de muchas, nada. Las puertas de madera maltratada se ocupaban de su deber: mantener a los demás fuera de su vida.
Muchos vivían en el edificio desde hacía más de diez años, y nunca habían cruzado palabra. ¿Cuántos de ellos se intoxicarían a diario?, ¿cuántos golpearían?, ¿cuántas serían golpeadas?, ¿cuántos vivían en ese edificio de por sí?
Para él la respuesta era sencilla: uno, nada más que uno, él mismo.

Abril había pasado hacía ya tiempo, el otoño había llegado. Las calles estaban alfombradas con follaje. En la calles estaba menos solo que en el edificio con los vecinos invisibles, en la calle, por lo menos, era acompañado a cada paso por el crujir de las hojas muertas.
Nadie, nunca, nada, por siempre, se habían convertido en sus palabras preferidas. Nadie lo visitaba nunca en su casa, desde siempre había buscado, pero hasta ahora no había encontrado nunca nada. Compañía, tú sabes de lo que hablo, de qué tipo de compañía. Nunca la tenía, no había nadie.

Ahora se acercaba de nuevo esa muerte cíclica, el lapso llegaba a su fin, como tantas veces ya en su vida. En unas semanas los árboles estarían muertos, la calidez habría desaparecido, para dejar un entorno gélido, un ambiente hostil. Un paisaje muerto.
Tendría que esperar de nuevo marzo, y con él a la primavera para encontrar, ahora sí de una vez por todas, a esa ansiada compañía.

Eso me lo dijo frente al estante de los vinos, llevaba dos botellas, la chamarra cerrada, aún caminaba firmemente. Pagó, me deseó una buena noche –“tal vez nos volvemos a encontrar en la tienda un día de estos”–, y se metió de nuevo al edificio en el que, él sin saberlo, yo también vivo.