30.11.10

Huellas en la nieve

Veo su aliento que se levanta en el frío de la noche, está algo alejada de mí, doscientos metros tal vez. Me pregunto qué hará tan sola, afuera en este frío tan crudo. ¿Qué hago yo de por si, en este frío tan crudo? ¿Qué busco? Para qué salir de la cálida guarida, a exponerse a los peligros de la noche. ¿Para dejar huellas en la nieve? ¿Para manchar con mis pisadas apresuradas esa alfombra acolchada de copos frescos? Pero si ni me he movido, estoy temblando congelado en el mismo lugar desde hace más de diez minutos. Ni un paso atrás ni uno adelante, como soldado de plomo en el mismo y exacto lugar.
Puede que no haya dejado marcas en la nieve, lo cual es mentira, por lo menos de la puerta de mi casa hasta donde estoy parado las he dejado. Regresaré sobre las mismas para no arruinar aún más la pasajera y blanca alfombra.
Sí, a mí no me agrada dejar huellas, pero disfruto el observarlas. Por ejemplo ahora en la noche cuando la nieve está fresca veo a los desvelados que han ido pasando por aquí. En la mañana será un panorama totalmente distinto, será una batalla campal de distintas huellas, estarán la de las ruedas de la bicicleta del cartero, de autos, y de quién sabe cuántas personas, cruzándose y pisoteándose unas a otras.
Ahora es un paisaje aún sereno, el paisaje de las huellas digo yo. Por allá se ve que un señor salió a pasear a su perro, y éste se orinó delante de la casa del vecino. Se ven a dos personas que cruzaron su camino, puede ser que se hayan conocido, pero me parece más que uno simplemente le preguntó al otro por la hora o algo parecido, no hablaron mucho. Si uno habla más tiempo pisotea sus huellas varias veces sin darse cuenta, a veces dejando una especie de círculo de huellas fragmentadas. Aquí únicamente hay un par de huellas desviadas de su dirección original, pero que rápidamente la retoman. Más allá, por la parte más alejada de mí se ven las huellas de una bicicleta. Y en el pleno centro de la calle, se ven las huellas de una pareja. Empiezan muy muy juntas, ella lleva botas puestas, los zapatos de él no me importan. Es raro, a mitad del camino, pararon, ellos sí dejaron un círculo, y continuaron, ahora caminando bastante separados y con zancadas más amplias. Más allá del segundo farol ya no puedo reconocer sus huellas, y por allá del tercer farol está parada ella, sola. Su aliento se levanta a la fría noche. ¿O es que también fuma? No lo sé, no vi ninguna colilla de cigarro acompañando las pisadas.
Podría ir hacia ella, acompañarla en esta noche blanca, dejar marcadas nuestras huellas muy juntas en dirección a mi casa, beber algo caliente, platicar y no sé.
Pero no, no quiero arruinar más la pasajera y blanca alfombra.

27.11.10

Un relato de miedo II

Las calles oscuras, las velas apagadas en las casas, la mirada perdida en la ventana que da a la calle. Algunos carruajes deambulando en el misterio de la noche. El golpe de los cascos de algún caballo nervioso que suelta relinchos intranquilos. Ya hacía tiempo, poco tiempo para mi forma de ver, pero tiempo al fin, que había perdido a mi primer amor. Para ese entonces el amor de mi vida. Había sido en una noche lúgubre en la que el terrateniente había avistado a mi querida, al momento que ella iba por agua al pozo para lavar a su madre enferma. Cargaba los cubos de agua, caminaba con gran esfuerzo sobre la vereda, se escuchó el galope de un caballo, el relincho y una risa déspota, tela desgarrada y mi amor adolescente siendo trepada a la fuerza al caballo que no disminuyó la velocidad. Desde ese entonces el sabor de la tierra me recuerda a esa noche en la que perdí a mi bella moza, la noche en que el caballo de ese violador no me dejó más que una estela de polvo como recuerdo de mi indiecita linda.
Malditos cascos, malditas bestias, tanto los caballos como los jinetes. Se han de morir, de eso me encargaré, pensé en aquel entonces y me lo prometí.
Con esa ira de adolescente miraba a través de esa ventana impía en medio de la madrugada, los ojos húmedos, un nudo en la garganta y el corazón lleno de odio.
Hacía un par de días que me había mudado a la ciudad para trabajar en el mismo palacio que mi madre.
Uno del montón, un andrajoso más, uno de cientos, uno de los intercambiables, esos abundaban en esa ciudad tan bella, tan llena de bestias. Aquellos chiquillos con las facciones talladas en barro y los ojos grandes de azabache, despiertos, curiosos, y apenas cubiertos con prendas. Después de años de trabajo a esos chiquillos convertidos en ancianos, en desechos, en humanos deshechos, se les encontraba tirados, igual de encuerados que años atrás, en alguna esquina, en alguna calle, sin haber alcanzado nada más que su propio ocaso, borrachos, intoxicados por el pulque y el aguardiente.
Yo era uno de ese montón, a quienes la vida no les tenía preparada ninguna grata sorpresa, quienes desde niños saben que tienen que pagar la deuda de sus padres, para al mismo tiempo, dejarles más deudas a sus hijos. Pero a diferencia de los demás, aparte de saberse miserable de por vida, también estaba resentido con aquellos a los que habría de servir. Me sentía como un animal acorralado, de esos que odian y agreden por temor. No era temor a la muerte, esa me parecía distante, me creía inalcanzable para ella, tenía el gran temor de ser cambiado, de forma completamente egoísta quería seguir siendo el amor de mi indiecita, prefería que el cacique la hiciera suya de forma violenta a que ella se entregara voluntariamente. Tenía miedo a que ella me olvidara, a que me cambiara, a que quisiera a otro y no a mí. Y para cuando me hube de enterar que eso era lo que había sucedido, no sólo decidí terminar con la vida del maldito cacique, sino que con la de ella también.

CONTINUARÁ

19.11.10

Un relato de miedo I

“La historia que voy a contar sucedió ya hace algún tiempo. Eran otros tiempos, sin embargo sucedió en esta misma ciudad. Ya había muchos de los palacios, que hoy se conocen como casonas. En aquel entonces radiaban, su mármol fino, sus trabajadas fachadas, hoy están grises y descuidadas, decrépitas, así como yo. No me mires con tanta repugnancia. ¿Qué nunca te lo han contado? ¿Nunca te lo han dicho, criatura insolente? Como te ves me vi, y como me ves te verás. Sí, así, sin dientes y con aliento fétido. Así me toca ser ahora, antes en mi juventud tenía más vigor que muchos de los jóvenes de hoy en día, pero en fin, son otros tiempos.
La historia, como decía, sucedió en esta misma ciudad, eran otros tiempos, la gente era diferente, no sé si para bien o para mal, era simplemente distinta. Pero aún así lo que te voy a contar te atañe tanto a ti como a todos nosotros.
En aquel entonces yo trabajaba en la parcela de mi abuelo, no existía eso de ir a la escuela. Lo que uno aprendía desde chico era cómo conseguir comida para si y para los suyos. Mi madre trabajaba de cocinera en uno de los palacios de esa ciudad tan reluciente, tan nueva, tan moderna para aquel entonces. Aquel entonces, se escucha raro, como decir que el tiempo que ha pasado de aquella memoria a este relato fuera tan poco, tan contable, pero la verdad es que fue hace una eternidad, hace una vida. Eso fue hace tanto tiempo, que mi salud y mi felicidad quedaron en el camino. Aquel entonces... tú ni tienes idea de lo que estoy hablando criatura ingrata.
Los ojos hundidos en las cavidades del cráneo, la piel ceniza y arrugada, los labios marchitos de esa boca sin dientes. La voz temblorosa que, poco a poco, con muchas pausas y varios desvíos, comienza a contar aquella historia. Una historia poco creíble, con muchos atajos y muchos laberintos. Una historia fantástica, una historia de abuelo. Pero ese anciano no es tu abuelo. Ese anciano no parece ser nada de nadie. O quizá es lo contrario, el pariente olvidado de todos nosotros, que de un momento a otro reaparece demandándonos lo que es suyo, nuestra atención, nuestro tiempo; por lo tanto, demandándonos nuestra juventud.

CONTINUARÁ

3.11.10

Un relato de miedo: Prólogo

“En el callejón no había ninguna luz que funcionara. Todos los faroles de la empedrada estaban apagados. Escuché de nuevo los cascos del corcel. Un escalofrío recorrió toda mi piel. El aliento se me congeló...”

¿Sabes de lo que trata? ¿Qué es lo que tiene el protagonista?
Miedo.
Esa sensación tan primitiva, ese instinto tan básico que tienen todos los animales. Afán de sobrevivir. Desconfianza a lo desconocido.
¿No tienes luego también ese temor a la oscuridad? ¿Ese pánico que entre los escalones de las escaleras salgan unas manos verdosas y te jalen a la penumbra cuando bajas al sótano? ¿El temor que algún ser microscópico, o millares de ellos te carcoman desde adentro y te des cuenta de eso únicamente cuando ya seas únicamente piel y huesos? Que tengas que respirar agua, que llenes tus pulmones de líquido y no lo puedas sacar. O que le gustes a alguna criatura como alimento. Que pierdas a tus seres queridos. Que te quedes solo, que mueras solo. Que acaricies a una sutil bestia y acabe arrancándote la cara y clavando sus garras en tu torso. Morir lento, morir salvajemente.
Caminar por la oscuridad y no encontrar nada que te guíe en tu camino. Pero que aún encuentres a alguien y ese alguien sea un ente sin rostro ni voz, que te lleve, en vez de a la luz, a la penumbra total.
Corre, corre si puedes, utiliza ese instinto tan tuyo, tan nuestro, ese afán de sobrevivir. Grita, corre, salta, pero no grites tanto, mejor utiliza esa energía para correr. Corre como nunca y si es necesario pega, golpea sin reparo alguno. Vamos, corre, escapa, tal vez lo logres, haz tu mejor esfuerzo.
Porque ya me voy acercando...