12.3.11

La Catrina

Sus dedos acariciaban el borde de la copa. La luz tenue no dejaba reconocer sus facciones, únicamente permitía sospecharlas. El local algo elegante, música de piano acompañando las quedas pláticas y risas de los demás comensales. El enamorado sentado frente a ella. No era su pareja, pero en esos momentos ya lo habían engatusado, le había cambiado la mirada. Una mirada pura, y hasta cierto punto vacía, dirigida a la nada. Y el afán de mantener interesada a la chica.
– Disculpa, ¿me puedo sentar? – había preguntado ella – Te llevo observando un buen rato, y ya que tú no te decidías a acercarte, pues decidí ser yo la que se acercara. –
Él no la había observado, ni se había dado cuenta de que se encontraba en el local, pero mintió:
– Disculpa, es que tu belleza me paralizó y me dediqué únicamente a disfrutarla. –
– Mentiroso, si estaba sentada detrás tuyo, en la barra, no me pudiste haber visto, pero igual, que lindo de tu parte – dijo sonriendo.
Lo bribón y lo casanova ya le habían desaparecido ahora. Lentamente había caído en las redes de esa elegante y misteriosa mujer. En cuestión de minutos lo había enamorado. Los labios carmesí, los ojos profundos, de felina, de ave rapaz. La cabellera ondulada, negra, voluminosa, interminable. El candelabro sobre la mesa dejando caer gotas de cera roja sobre el mantel blanco, pálido, estéril.
– Pero ¿por qué me miras así? ¿Qué nunca te ha tocado que la mujer sea la que tome la iniciativa? – dijo sonriendo.
– Sí, pero nunca una chica tan guapa como tú. –
La mujer fatal soltó una carcajada, y las llamas de las velas chisporrotearon.
– Eso seguro se lo dices a todas, ¿pero será a mí a la última que se lo digas? ¿Me harías ese favor, mmh? – dijo coquetamente con voz mustia.
– Claro, claro corazón, por ti renuncio a todo, a ti te doy la vida. – dijo mientras la mirada se le vaciaba cada vez más.
El tintineo de las copas que se iban vaciando y regresaban de nuevo llenas, con ese líquido escarlata que ella degustaba a cada trago. Y los dedos empezaron a rodear el borde de la copa, a acariciar con algo de hastío el cristal fino con el vino tinto, antiguo, pasajero.
El enamorado se dio cuenta: Perdía el interés de aquella mujer seductora que se había acercado a hacerle plática.
– ¿Ves aquella familia sentada al fondo? Me recuerda una ocasión cuando era niño, que fui con mis padres a comer y a la hora de que nos trajeron la comida yo estaba jugando con un autito de juguete y sin darme cuenta le tiré los platos al mesero – se soltó a reír, y ella hizo una mueca de sonrisa.
Comenzaba el mismo cuento de siempre.
– Sí, una vez también, que estábamos en la playa me eché en la noche sobre la arena para ver las estrellas y cuando las estaba viendo, – y se le dibujó una sonrisa nostálgica, indescriptible, la mirada perdida en la nada – que pasa una estrella fugaz, directamente frente a mí, se vio como se iluminó el cielo y mientras avanzaba se iba apagando cada vez más y más hasta que se perdió por encima del mar. ¿Te ha tocado ver alguna vez una estrella fugaz? – le preguntó.
– Sí, muy seguido me toca ver estrellas fugaces, cometas, luces del norte, todo lo bello que te puedas imaginar – respondió ella mientras acariciaba con sus dedos el borde de la copa.

Eso le cansaba, tener que escuchar siempre los momentos felices, las anécdotas de todas las personas con las que tenía que ver. Que si de niños tenían un escondite secreto que solo ellos conocían, que si la chica de la que estaban enamorados nunca les correspondió, que si la chica de la que estaban enamorados les correspondió, que si eran felices, que si eran infelices, si se arrepentían de algo o de nada. Siempre tenían la necesidad de contar acerca de ellos, con tanto orgullo, con tanta alegría. ¿Qué no entendían que eran uno de miles, de millones, que todos, absolutamente todos tenían decenas, centenares de las mismas anécdotas que contar? Anécdotas bobas, simples, sin mayor importancia. Tenían esa necesidad de compartir esa felicidad que se había quedado en el camino, o ese momento difícil, inaguantable que habían superado. Esas trivialidades ¿qué le importaban a ella? La noche era joven, y tenía que seguir su camino para seducir a más, a muchos más.

– Recuerdo que una vez con mi primer novia.....– había empezado ahora con el tema del amor, si no actuaba ahora acabaría tal vez consolando el corazón roto de ese hombre. Se puso el sombrero con tocado de plumas.
– Pero no estás con tu primer novia, estás conmigo galán, ven acá que quiero robarte un beso mi vida, quiero que estés conmigo por siempre, quiero robarte el corazón. – Sus labios carnosos color sangre se fueron acercando a los de él, lo agarró, sintió su aliento caliente y le dio un beso de los que cambian la vida. La copa cayó derramando el líquido rojizo y espeso, que comenzó a gotear del mantel gris y sucio. El capitán de meseros fue el primero en acercarse, llamó a la ambulancia, aquel hombre solitario, caballeroso, que solía comer solo, se había desplomado sobre la mesa, la mirada vacía, perdida en la nada, los labios manchados de un rojo carmesí.

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