14.9.11

El abismo y la cría

El padre lo fue empujando. Cada vez de forma más agresiva. El hijo gritaba, no se atrevía a defenderse, no podía. Únicamente gritaba, cada vez más desesperado. Estaba ya al margen del precipicio. El padre hizo una pequeña pausa, la madre llegó, pero en lugar de ayudarle a su hijo sólo se dedicó a observar el suceso. El padre le dio un último empujón. Con un grito el hijo cayó al abismo.

“No sé qué hacer, digo, ya está grandecito para saber qué hace y cómo.”
Desde que nace uno va a a estar ahí para él. Uno vivirá para él. Dará lo mejor de sí. Qué otra cosa, mas que ir dándole lo mejor que uno tiene. Sí, pero también es verdad, uno los intentará amoldar a su forma, voluntaria o involuntariamente se les trasmitirán las opiniones y las creencias de uno.
Si no había quedado claro estamos hablando de los hijos.
Le llegué a dar bofetadas, así como a mí me dieron cuerazos. Intenté darle todo lo necesario, pero tampoco todo, para que así aprendiera a luchar, a pelear por lo que desea.
¿Cuál es la diferencia? ¿Qué tanto es tantito? ¿Cuánto hay que apretar para que no se escape y salga de control, pero tampoco tanto para que se asfixie? ¿Quién te lo va a decir? No hay nadie que te vaya a poder dar lecciones de cómo educar, cómo disciplinar, cómo querer.
Uno cree que cuando son bebés es lo más difícil. Es al revés, la dificultad va con los años en aumento. Hasta que un día los amigos lo dejan borracho a la entrada de la casa. O tiene su primero roce con la ley: Hay que irlo a recoger de la estación de policía, porque robó algo. Y de esa primera experiencia pueden venir otras y otras y otras. ¿Ahí, qué va uno a hacer? A partir de cierto punto los cuerazos dejarán de funcionar, tendrá su mente y personalidad desarrollados, no querrá escuchar a los padres, esa generación antigua. A más tardar en este momento, en el que no se deje ayudar hay que empujarlo al abismo.

El hijo cae, grita, empieza a agitar las extremidades, empieza a hiperventilar. Cree que va a morir, el suelo se acerca, se acerca, pero no se estrellará en él. Logra alzar el vuelo, agita sus aún débiles alas y comienza a surcar el aire hasta postrarse en una rama del árbol del nido paterno. Ha aprendido a volar, ha aprendido a defenderse solo. Los padres lo observan. El ave se acicalará las plumas, mirará a la pareja que una vez más se despide de su cría, y emprenderá el vuelo con el que comienza su vida independiente.
Lo único que al final le queda a los padres es la esperanza de haber educado a su cría de la mejor manera posible.

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